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Inicio / Cuenteros Locales / gargola / 25 horas

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Algunos días sentía en mi espalda el peso del trabajo diurno, de la universidad vespertina y del estudio nocturno.
Este era uno de esos días.
Luego del comentario final del profesor en la última clase del día y que me pareció durar un siglo, caminé por el largo pasillo que daba al estacionamiento. Pensando en los exámenes finales que se aproximaban, me subí al auto y lancé el bolso al asiento trasero. Me gustó pensar en la idea de que mi esposa me iría a buscar a la universidad el día siguiente como solía hacerlo los Viernes.
Esa noche estudié hasta poco antes de las dos de la mañana para una prueba parcial que tendría al día siguiente y me fui a dormir.

-¡Son las ocho! Me dije, cuando aún miraba el reloj con incredulidad la mañana siguiente.
¡El despertador no había sonado! ¿Tal vez no lo había programado? A esas alturas poco importaba, el tema era que sería otro día de maratón camino a la oficina.
Después de lavarme los dientes mientras me duchaba, vestirme mientras desayunaba, ponerme la corbata mientras corría, había roto mi propio record del tiempo de llegada al metro, el cual quedaba a solo unas cuadras de mi departamento, pero que a esa hora siempre se me hacía largo como el día Lunes. Sonaba ese característico pito de cierre de puertas, cuando ágilmente, alcancé a deslizarme entre las correderas en movimiento en el primer vagón. Me gusta el metro. El problema no era el medio de transporte, sino la sensación de sardina en conserva a la hora punta y el convencimiento de estar “demasiado acompañado” y muy sólo a la vez. Ni siquiera alcancé a recibir uno de esos diarios gratuitos distribuidos en la entrada para distraerme del apretuje con la lectura.
“Cesantía en aumento”, logré leer clandestinamente en el diario de mi “colega sardina” que estaba adelante. Ante tan taxativa afirmación hasta me sentí privilegiado de levantarme y no quedar desocupado. Eso me hizo disfrutar el resto del viaje, o al menos estar más a gusto con la situación.
Veinte minutos después corría nuevamente. Esta vez por entre la gente siempre apurada del centro de Santiago. El indicador marcaba el piso diez y tenía que llegar al sexto rápidamente. Mucha gente esperando y el otro elevador en mantención me hicieron decidir probar una vez más mi estado físico subiendo por las escaleras. El comienzo de jornada es a las nueve y el reloj burlón de la entrada señalaba las nueve con diez minutos. Llegar antes que el ascensor que habría tomado si hubiese esperado, me dejó un sentimiento de triunfo con sabor a derrota. Saludé a la secretaria del piso y con actitud de complicidad le dejé mi bolso y mi chaqueta en su puesto de trabajo.
En un momento vuelvo a buscar estas cosas, le dije. Ella sonrió.
Me arremangué la camisa, tomé raudo un par de hojas cualquiera siempre rezagadas en la impresora. Saqué un lápiz que puse en mi boca mientras caminaba pensativo. En ese momento mi jefe pasaba por ahí. Me saludó y siguió en lo suyo. Me dejé caer en mi asiento ahora más tranquilo y agradecí a mi compañero de al lado por haber encendido mi computador unos minutos antes.
Lo había logrado una vez más. Estaba listo para comenzar otro día de labores. Suspiré hondo y pensé: … el día debería tener 25 horas….-

Texto agregado el 08-03-2005, y leído por 132 visitantes. (1 voto)


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