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La libélula de las seis de la tarde

Se arrodilló a un lado de la cama destendida y limpió cuanto polvo hubiera debajo con una tela crema de lienzo humedecida con alcohol. La humanidad del viejo no era más que un conjunto de huesos y carnes, que parecían unidos con ayuda de un horóscopo acertado y conjuros de sociedades secretas de profesionales especializados en brujería y vudú.

Llevaba ochenta y cuatro años seguidos de locura dentro de una casa sellada con cerrojos, que se defendía sola del mundo y de la gente que andaba fuera preguntándose qué fue del hombre que entro de joven y que levantaba la voz todas las tardes, haciendo oír palabras que nunca se entendían hasta los límites del ferrocarril que llegaban al final de último puente de la ciudad.

Lo único que ingresó con vida fue una libélula que se murió de pena el mismo día que supo que no podría salir jamás.

El viejo escondió su cuerpo de peso ultramarino bajo la cama para salir nunca, y se persignó siete veces a puño cerrado y con golpes secos culpó tres veces como en las misas de antaño; por tu culpa, por tu culpa, por tu gran culpa Amalia. Todo con una voz de infierno que solo produce la locura.

Y vivió enterrado bajo un esqueleto de madera picada ciento veintiséis días, sin comer el desayuno de tortillas de maíz que era su único alimento diario, hasta que se enteró de su muerte antes de que llegaran las seis y seis de la tarde del último día de la primera semana de verano, de un año que nunca se enteró que había llegado, pero que se fue con él y con su desamor de primera vista.

Fue así que una noche de enero con una luna de metal en el centro del cielo, el hombre decidió cesarse de loco y traer a duras penas los últimos tres recuerdos que no se permitió olvidar y mucho menos recordar jamás.

Un rostro liviano con flores vivas tras la oreja fue el primero, con unos labios jóvenes y con cientos de arrugas rojas y verticales, que soltaban palabras aprendidas para ser oídas y repetidas hasta el cansancio en las noches sin mañana, cuando la soledad apremiaba y no había más compañía que el aire mismo sobre la hamaca de un patio abierto en invierno de lluvias a cascadas.

El segundo recuerdo lo recibió con bienvenida de lágrimas y de una inútil desesperanza: un bar de madera frente a un ferrocarril con destiempo de partida hacia el norte. Cerca unos niños jugaban a bailar huahuangó y a chupar caña de azúcar en una tarima que construyó con sus manos, para que Amalia bailara con él hasta los amaneceres dorados de un verano que nunca llegó como debió llegar.

El último fue el que alcanzó con la muerte de una exhalación perpetua, que pareció de nunca acabar hasta que soltó el último soplo de aire que guarda Dios en el pulmón del corazón, para las emergencias a las que él mismo no pueda alcanzar por lejanía o cansancio. Trataba de una tarde en la que agosto ya parecía primavera, y que inundó de café un par de tazas de porcelana blanca; y se percató que él estaba en la mesa de una casa en la que faltaba un habitante. Amalia.

Ese año a las seis y seis de la tarde, todos los días, una libélula le besaba la frente a Amalia cuando limpiaba con una tela crema de lienzo y alcohol, un montón de polvo que llegaba a centímetros de altura y que se juntaba inexplicablemente bajo su cama, en una casa triste del norte y para dos.




Texto agregado el 08-03-2005, y leído por 163 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-03-2005 me encanta como envuelves en el cuento a quien lo lee.....me gusto un monton..... cristal
 
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