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Hágase la sangre



Una historia triste es cuando se sufren las consecuencias directas de la tragedia, aunque en mi caso no fue así; es decir, no me sucedió nada pero a mi alrededor perecieron todos y de forma brutal. A las seis de la tarde siempre nos reuníamos en un viejo bar, cercano a la Plaza del Sol, una modesta y pequeña bodega donde se comían los mejores callos de la ciudad acompañados por un impresionante

tinto a granel del Bierzo.
A María le gustaba rebañar el plato con las cortezas de pan que nadie del grupo se comía, por temor a una represalia en las encías. A Marcos no le gustaba demasiado hablar, cosa comprensible por su molesta tartamudez. Los dos eran novios desde hacia tres años y medio, aunque no vivían juntos; ya se sabe que en la sociedad del bienestar cada uno vive como puede, y en casa de sus padres. Yo los conocía de la época del Instituto, cuando no éramos nadie. Han pasado muchos años y seguimos sin ser nadie. Yo me dedico a limpiar las calles de la ciudad, con un traje casi espacial y de un color que no te permite ocultar la vergüenza que siento. Me rodeado de mierda todo el santo día, pero me pagan demasiado bien como para dejarlo, y de cara a la galería soy un funcionario que trabaja para el Ayuntamiento. Mi piso es una puta mierda de cuarenta metros cuadrados, donde de un salto puedes pasar de la cocina al retrete. Lo peor de todo es que nunca puedo cocinar pescado porque se me pega el olor en las sábanas, y en toda la ropa barata que me permito usar. No tengo vicios insanos, salvo las buenas comidas grasientas a las que someto a mi adiestrado cuerpo de ochenta kilos y metro ochenta de estatura, y los cigarrillos que me fumo de vez en cuando. Nunca me afeito y mis amigos me llaman El Mesías, en un tono afectivo y desenfadado. Mi nombre es Gael Ocaña y, antes de la tragedia que os voy a relatar, debo admitir que jamás me consideré una persona normal; más bien todo lo contrario, mi vida fue un absurdo desde los comienzos y la pelota cada vez se fue haciendo más grande.
Marcos se pedía su ración de morcilla de Jaén, que se restregaba metódicamente en un trozo de pan que luego mordisqueaba como una zorra anoréxica mientras me clavaba los ojos en mi cráneo alopécico, como intentando descubrir cuándo me quedaré por completo calvo.
María seguía con los callos como si el mundo se fuese a acabar pasado mañana, saboreaba cada trozo y lo acompañaba con largos tragos de vino. Yo me sentía más incómodo que El Fary de telonero en un concierto de Sex Pistols, aunque seguía inmune a lo que allí estaba pasando. De repente escuché que los italianos de la mesa de al lado comentaban un partido de la Juve, con la típica emoción que puede apoderarse de un espaguetti cuando habla de su podrido y corrupto país. Cada vez elevaban más la tesitura de sus voces, y el ambiente se empezaba a caldear; incluso el camarero gordo del peluquín tuvo que pedirles amablemente que bajasen el tono de voz si no querían que los echasen.
A las siete y cinco en punto apareció nuestro buen amigo Gonzalo, que venía de dirigir una de sus famosas terapias de grupo que consistían en colocar a siete ex-toxicómanos alrededor suyo para moderar cada una de sus intervenciones. Gonzalo había escrito más de tres libros acerca de las adicciones en los seres humanos y la importancia del entorno en la desintoxicación. Era un tipo atractivo, aunque algo bajito pero bien disimulado con unas buenas, y zancudas, botas de diseño italiano. Siempre desprendía un excelente olor a perfume del caro, y su piel era más aterciopelada que la de cualquier modelo del Vogue. A sus treinta y dos años no tenía pareja, pero disfrutaba de la promiscuidad como si fuese Henry Miller en el París de ligueros y acordeones. Siempre hablaba de su última conquista, y esa tarde nos explicó que había conocido a una brasileña en un local de salsa. Se llamaba Camila, y trabajaba en Sitges en un bar de mojitos y caipirinhas.

Se le acercó una noche que Gonzalo degustaba un perfecto Daiquiri de fresa, en una de las barras del fondo del local. A las dos horas estaban dando saltos en un hotel de carretera de Castelldefels mientras bebían un extraordinario cava de Sant Sadurní d’Anoia (Brut Nature del caro). Luego la llevó a casa, y se intercambiaron los números del móvil como quinceañeros endorfínicos.
Al principio de conocer a Gonzalo pensé que era gay, por su sofisticado aspecto, pero poco a poco me fui dando cuenta que no era más que un hombre atormentado al que le gustaba lucirse para agrandar su pobre ego. Nos vimos por primera vez en la fiesta de cumpleaños de mi amiga Julia, una lesbiana que ejercía de profesora en un colegio de pijos de Bonanova y que mantenía un discreto romance con mi hermana, la desheredada y la vergüenza familiar.
Julia sabía cocinar como nadie, sus fiestas eran todo un acontecimiento gastronómico. Ese día preparó cigalas al oporto con crema de ostras. Mientras ejercíamos de improvisados gourmets, Gonzalo me salpicó con una de las cigalas. Lo primero que pensé es que quería ligar conmigo, al cabo de unos minutos me di cuenta que era más macho que John Wayne.
Han pasado los años y mi amistad con Gonzalo sigue estando actualizada, y eso no es fácil en los tiempos que corren, donde imperan los carácteres egoístas e intereses propios. Gonzalo era diferente, nunca criticaba y siempre tenía una respuesta amable para una pregunta descolocada.
Los italianos seguían elevando el tono de voz, mientras el camarero les volvía a reprochar el escándalo que estaban causando en la taberna. Yo seguía contemplándolo todo como si fuese un niño asombrado al ver su primer cuerpo femenino desnudo. Todo me parecía nuevo, como si no fuese conmigo, inalcanzable e imperceptible. Hubo un momento en el que cerré los ojos y al abrirlos todo estaba en su sitio, como perfectamente ordenado. Saqué el paquete de cigarrillos y encendí uno para fumar con asco; cabe decir que estoy intentando dejarlo, pero por el momento las ansias son superiores a mí.
Pensé en el extraño mensaje que me dejó Vanesa en el contestador, estaba como ausente, noté su voz como despedazada ante un cruel castigo existencial. La última vez que la vi fue hace nueve meses, ella lucía una preciosa melena rubia casi impecable. Me estuvo hablando de su violenta relación carnal con un chico marroquí al que conoció en Punta Cana, era un cachas desconsiderado y pedante que le otorgaba largas noches de sexo.
Marcos me animó a pedir unas cañas que no dudé en rechazar. El camarero gordo las trajo y realizamos un brindis emotivo por el gran encuentro amistoso.
Gonzalo se pidió una ración de morcilla cordobesa, la especialidad de la casa, y nos hizo el ademán de compartirla. Yo dije que no, mientras María se apuntó al juego. A veces pienso que la vida te permite jugar para que aprendas a perder. Esa tarde me encontraba angustiado, aunque volví a encender otro cigarro para seguir con el único vicio que podía llegar a admitir. Nunca he llegado a reconocer todos mis males por miedo a un castigo divino.
Marcos me explicó su intención de realizar un safari por África, y la intención de aprender a cazar para volver con una pieza que exponer en el salón de sus padres; total, son unos viejos permisivos que hacen lo que les dicta el niño.
María seguía en su empeño de ponerse hasta las botas de tapas y Gonzalo se esforzaba por seguir con la misión.
Los italianos se levantaron de la mesa y pagaron la cuenta. Uno de ellos se metió antes en el lavabo, mientras los demás lo esperaban en silencio como pasmarotes. Al cabo de unos minutos, salió de los servicios con la cabeza bañada en sangre. En ese preciso momento nos asustamos todos. Sus amigos se pusieron a hablar en alguna jerga romana. Empezaron a acusar al camarero del enorme charco de agua que había hecho que su amigo resbalase y se diese de cabeza con el retrete. La cosa fue a más, y allí empezó a gritar todo el mundo. Yo me mantuve callado mientras mi cigarrillo perforaba la chaqueta nueva, que me había comprado con tanto esfuerzo. El camarero se puso nervioso y sacó un machete, con la intención de parar la revuelta, y fue cuando inesperadamente uno de los italianos empuñó un revolver para volarle los sesos.
La sangre nos salpicó a todos, María se llevó la peor parte y se puso a gritar como una loca. No me lo podía creer, era la cosa más anormal que me había pasado en vida. Gonzalo se agachó para esconderse detrás de la mesa y Marcos se puso colorado como un tomate.
Fue entonces cuando me levanté de la silla y salí tranquilamente del local, dejando a mis amigos tirados como colillas. Me dirigí a una cabina y llamé a la policía, que tardó unos quince minutos en acudir a la llamada de socorro. Llegaron varios coches y un furgón, salieron por lo menos treinta agentes armados hasta los dientes. Un tipo alto con bigote situaba a cada uno de los hombres rodeando el lugar. De repente salieron los italianos y se liaron a tiros, uno de ellos llevaba a María cogida del cuello. El tipo del bigote ordenó a sus hombres que no dispararan y se puso a negociar con la frialdad de un político en plena campaña electoral. En cinco minutos se plantó en la escena una unidad móvil de televisión que se puso a retransmitir el acto.
Los nervios se empezaron a apoderar de mí y comencé a llorar en silencio, noté como me sudaban las manos.
María se descolgó de su agresor de un precipitado golpe y arrancó a correr hasta la zona policial. Fue entonces cuando acribillaron a los tres italianos mientras en mi cabeza sonaba La Traviata.
Desde aquel día no volvimos a quedar y jamás hablamos de lo sucedido. Gonzalo se casó con la brasileña, y se fueron a vivir a Gavá. Marcos y María lo dejaron, ella se puso a salir con su profesor de yoga. Yo seguí limpiando mierda, pero nunca me he podido desprender de la suciedad que me provocó aquel suceso sangriento. Con los años he aprendido a convivir con ello sin dejar de pensar en el daño que puede hacer una tragedia de esa magnitud en una perfecta amistad. Ahora estoy solo, pero tengo mi escoba y una ganas enormes de seguir barriendo; y cada vez que lo hago intento borrar una huella, ya que son las huellas las que nos hacen a los seres tan humanos y vulnerables.
Esta mañana me he afeitado, como intentando despojarme de toda la suciedad que tantos años he llevado conmigo. No me noto diferente, aunque los demás me miren de otra forma. Respecto a mi poco pelo, aún lo conservo gracias a Dios pero con la diferencia de que mi amigo Marcos ha dejado de mirarme.
Este verano quiero hacer algo especial y he pensado en viajar a Italia; no sé lo que puede llegar a pasar pero no creo que sea peor que mi absurda vida.
El color de la sangre es diferente en cada uno de nosotros, esa tarde me permitió observar que no somos iguales aunque lo parezca.
Hace tiempo que no veo uno de aquellos sabrosos platos de callos ni puedo oler una de las magníficas morcillas, aquellas que tanto gustaban a María.
No me creo mejor que nadie y eso me ha costado un duro periodo de aprendizaje, creo que lo más importante de un ser humano es conocer su interior y saber cada una de sus limitaciones.
Esta noche he quedado con Vanesa para cenar, ya que me tiene que explicar su relación con un chico peruano que conoció en Portugal. Por lo visto es un cabronazo que la maltrata físicamente. Puede que pasen los años pero lo verdadero permanece sin cambio alguno.
Hoy me acostaré pronto, espero no pensar en lo que se me avecina al atreverme a seguir viviendo en una sociedad cada vez más parecida a una de esas junglas que Marcos quería visitar.




Texto agregado el 08-03-2005, y leído por 123 visitantes. (0 votos)


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