MINTIENDO A MARÍA, MINTIÉNDOME A MÍ
Al despertar le doy un fuerte golpe al odioso despertador que se cae al suelo abriéndose en dos. Me voy directamente hacia el lavabo para mear durante un minuto todas esas copas que estuve bebiendo hasta altas horas de la mañana. Me miro al espejo y mi cara está completamente hinchada. Para reducir el desagradable efecto secundario de una noche loca, coloco una importante cantidad de hielo en un trapo viejo que me aplico directamente sobre mis ojos de besugo apaleado.
Es tarde y, como es costumbre cada viernes, volveré a llegar tarde a esa mierda de curro que tengo por el que me pagan noventa y dos mil pesetas (en euros es aún más ridículo) por realizar labores administrativas para una sucursal de una conocida franquicia inmobiliaria.
El jefe me saluda efusivamente y me da la enhorabuena (sarcásticamente) por no cumplir con mi sagrado horario. Le suelto mi típica réplica haciendo hincapié en el colapsado tránsito del fin de semana. El muy burro se lo vuelve a creer y con su vocecilla de niño pijo me da a entender que no pasa nada.
Hace años que me dedico al mismo curro que me permite sobrevivir con infinitad de problemas de escasez. Mi apartamento lo comparto con María, una porteña de veinticinco años que estudia para aeromoza (azafata para los españoles) en una vulgar academia barcelonesa dirigida por dos viejas lesbianas quemadas por los rayos U.V.A.
Ahora, llevo tres días solo ya que María se ha marchado a Londres unos días a ver a su hermano mayor Fredo; que es un pedazo de gilipollas que trabaja como asesor informático en una multinacional. Fredo es clavado a Carlos Gardel pero con cincuenta kilos de más, y es que se pasa todo el día con el culo sentado.
Aprovecho mi soledad para malgastar mis últimos ahorros en locas juergas cargadas de vicio y decrepitud física. Ayer estuve con una sueca (llamada Basilea) de metro ochenta y largas piernas de infarto. Sus pezones se dibujaban claramente en su carísima blusa de Verino. Me puse como las cabras y le propiné un morreo que la transportó al universo de las endorfinas toda la libidinosa noche del jueves. Creo que me dio su teléfono y lo memoricé en la agenda de mi viejo móvil (tan pesado como una cena en un mejicano).
Está noche me pondré mis Armani jeans con una camiseta ajustada de Armand Bassi y le haré una visita sexual.
Marco el número de Basilea y concertamos la cita a las diez en su casa. Me ducho y me propino unas gotas de Kenzo en cuello y muñecas. Cojo la cartera, de imitación piel y cada vez menos llena de euros y con las visas canceladas por deudas bancarias, y me subo al primer taxi que veo.
Al llegar paso directamente al salón, deteniéndome un instante para colgar mi chaqueta en un precioso perchero de diseño. Me siento, por mandato de Basi, en un cómodo sofá beige de cuero y aguanto con la izquierda un güisqui con hielo que me ha preparado. Empezamos a hablar del tiempo para acabar juntando y sellando nuestros labios con un estilo entre rústico y desesperado. Ella se desviste dejándose únicamente un minúsculo tanga.
Sin darme cuenta, se pone encima mío complicándome aún más la incomodidad de llevar unos jeans ajustados. Su piel es tersa y huele como los ángeles. Sus senos casi rozan un idílico color rosado que sólo creí que existía en los catálogos de lencería fina.
Basi me quita la camiseta para arañarme una y otra vez con sus uñas de gata en mi pecho peludo. Yo empiezo a gritar de placer (o de dolor, qué se yo) y ella me deja un brillante resto de baba en mi perfecto cuello de cisne. Entonces saco un hielo del güisqui y se lo paso por sus gomitas de borrar (es decir, pezones del copón) hasta que me pide algo más.
En fin, pasamos toda la noche ejercitando los músculos, como si fuésemos gimnastas olímpicos, hasta que suena el timbre de mi voluptuoso móvil. Es María, para decirme que lleva varias horas esperándome en el aeropuerto.
Yo no sé que hacer, y le cuento que me quedé dormido en casa de Marcelo después del partido del Rayo contra el Celta. Me dice que ya no espera más y que cogerá un taxi. Yo le respondo que hace bien, y que de todas formas no me acordé la última vez que hablamos de decirle que el coche se había quedado en el taller para una revisión de frenos. Me levanto y me ducho para volver a ponerme la ropa del día anterior. Tengo agujetas por todas partes y debo comprarme una crema en la farmacia para paliar la irritación tan desagradable que padece mi pene.
Escribo rápidamente una nota y se la dejo a Basi en la mesa de cristal del hall. Me largo tan deprisa como un marroquí cuando ve a un policía con bigote.
Al llegar a casa me impregno el pene con medio tubo de crema y el olor se nota desde Vallecas. Me visto con un pijama de algodón y me peino hacia atrás mi melenita de guaperas anticuado.
Oigo la puerta y cierro los ojos haciéndome el dormido. Los pasos de María son entre pesados y patosos. Noto como tira las maletas y entra corriendo al lavabo. Desde allí me dice algo:
-¡Cariñín ya llegué!, qué hacés. Me estaba meando a chorro. Odio esa pelotuda dieta de piña.
Tira de la cadena y cierra la puerta del baño. Se acerca a mí y me da un besazo enorme en los labios, pero en la acción se sienta encima de mis lesionadas partes. El dolor es horrible pero debo aguantar.
-Sós un dormilón del carajo. ¿Me habés añorado?. ¡Desíme please!.
-En cierto modo, estos días me han servido para darme cuenta de lo aburrido que es vivir sin ti y en lo mucho que te he añorado. –le dije con mis falsas palabras de amor y sin necesidad de tener remordimientos.
Ese día me sentí tan cómodo con mis mentiras que me pude llegar a conocer un poco más a mí mismo. Pude ver que cuando mientes el dolor desaparece.
ÓSCAR VALDERRAMA
(Mintiendo y amando)
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