La vida no se mide por el tiempo que respiras, sino por los instantes que te quitan el aliento.
La contemplaba moverse libre, ágil, con la seguridad que infunde el sentirse unida a mil compañeras que se mecen igual, por el mismo motivo, hacia el mismo horizonte.
Las gotas resbalaban sobre ella y caían en mis labios como una ofrenda sagrada, como un inmenso deseo de compartir, de estar compartiendo.
Rocé la punta de mis dedos sobre ella como retribución, como muestra de un tácito deseo de comunicarme.
Empezaba un adivinar, una búsqueda continua de motivos de unión, de códigos, de ser uno mismo, de ser una hoja, de ser ella un ser.
Me moví con el viento, con las brisas, me dejé llevar por el continuo movimiento de las flores, del musgo, del mundo y mi mundo, de ella la hoja verde, la que viajaba conmigo.
Aspiré su aroma como un nuevo intento, llegó a lo más profundo de mi ser, y para perpetuarlo, presioné mis dedos sobre ella como tratando de extraer lo más hondo que en la hoja existiera.
Grabé en mi mente su aroma para siempre, para cada uno de los días de mi vida en que pudiera aspirar un recuerdo, un muy viejo recuerdo.
Le hablé del mundo, del ruido, del cotidiano afán de buscar alimento, de las drogas, de Dios y quizás de muchas otras cosas absurdas e incomprensibles. Me habló del hombre, de las plagas, de los abonos, los fumigantes, de Dios y de otras muchas cosas que nunca hubiera oído, si una hoja no hubiera viajado conmigo.
Empezamos a compenetranos, a entendernos mucho más allá de las palabras; de Dios como punto común de la creación, como punto de partida de la vida, de la hoja y su mundo, del hombre y mi mundo, de Dios y su mundo de hojas, de hombres, de todo lo que podemos sentir, vivir y por último morir cayendo de un árbol, de la mano de una hoja, con quien hemos compartido un instante feliz de nuestros días.
Antonio Ordóñez Mallarino ©
1971
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