Te disgregas en imperceptibles cantos que transcurren con el latir del cielo, etérea, arropada bajo las copas de los sauces, desprendida en misteriosos laberintos, entusiasta, alborotada. Tus senderos se esfuman tras el murmullo del trigal expandido bajo la piel de las estrellas, íntima, paralela a un mundo imaginario de elevados sueños, cómplice, testigo, malabarista de ilusiones, compañera. Barca itinerante de infinitos puertos que encalla en lo benévolo del hombre, humana, ajena a los desplantes, seductora, tejiendo y destejiendo la marea de la vida como un ave transitando por encima de los mástiles. Esposa, madre, abuela, elucubrando lo imposible que se deshace en todo, engarzada bajo el influjo de la aurora, suave, confluyendo en los andenes que traspasan horizontes. El mundo entrelaza esos instantes de veracidad bajo la sabiduría inscripta en tus entrañas, como un eco de los Dioses que se hace carne en tu vivir, enredadera victoriosa de los aires ascendiendo entre nostalgias y sentires, para inmortalizarte luego en nuestras vidas.
Ana Cecilia.
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