Era una playa que se derramaba plácida hacia el mar entre dos acantilados de piedra blanca cortada a pico, una suave lengua de arena abierta hacia el batir de las olas bajo la luz incierta del crepúsculo. La materia fluida se deslizaba, rodando por la pendiente, perdiéndose en el va y ven del agua, dejándose caer en un perezoso curso, en un sensual disolverse. Señalado estaba el destino de la arena, sabedora de su inexorable viaje hacia el seno profundo, hacia las geografías ocultas bajo el pesante manto del mar.
Una mujer se tambaleaba bajando hacia la orilla. Clavando los pies en la arena indignada y fría del tramonto, provocando pequeñas avalanchas que precipitaban el desarrollo vital de cada grano implicado. Era una mujer pequeña que se sujetaba el vientre hinchado mientras avanzaba anadeando sin prisa. Alcanzado un punto desde el que, pareció decidir, le satisfacía la perspectiva más que sentarse se derrumbó sobre la blanda ladera y, apoyándose en los codos, cerró los ojos y escuchó.
El batir de las olas, el susurro del viento que arrastraba la arena, la arena misma que chirriaba y crujía bajo su cuerpo. La cara pálida y pecosa de la mujer se contrajo en un esfuerzo, las cejas rojizas se juntaron casi sobre la frente, concentrándose en captar el más mínimo rumor. Entonces el viento cambió y una ráfaga trajo otros sonidos de más allá del mar. Detonaciones secas, rítmicas que parecían responderse en un código indescifrable.
- Cañones- dijo la mujer en un susurro. Abrió los ojos- Ya ha empezado pequeño.
En el horizonte, entre el mar y el cielo ya negro del este, podía distinguirse el resplandor de la guerra como un amanecer alternativo, enfermizo.
- Se están matando, pequeño. Quizá mañana, o pronto ¿Quién sabe?, no quede ninguno. Y entonces ¿sabes pequeño? Tú y yo podríamos heredar la tierra,
Una lanzada de luz atravesó el espacio levantando a su paso la protesta del aire superado, roto limpiamente y un enorme proyectil alcanzó la playa a pocos metros de la mujer levantando una catástrofe de arena removida, alterando quien sabe cuantos años de lento peregrinar hacia las aguas. Quedó allí clavado, humeando sin llegar a estallar, pulsante amenaza de devastación.
Ella se esforzó por salir de la montonera en la que había quedado medio sepultada. Se sacudió el fino vestido holgado, las mangas de la rebeca de lana, el cabello largo y rizado.
- Es obvio, pequeño, que esto encierra alguna lección. Aquí hay algo que debemos aprender- dijo divertida.
Y se tumbó en la blanda arena removida por la bomba, que desprendía todavía su calidez peligrosa. Acariciándose el vientre, sonriendo, mirando al cielo oscurecido entre las dos franjas, de anochecer y amanecer, dónde brillaban las estrellas.
La brisa siguió soplando del este las semanas que siguieron, llevando el rumor de la guerra que se libraba más allá del mar. Un día alcanzó un punto crítico y después llegó el silencio. La playa recuperó poco a poco su plácido fluir, aceptando al misil dormido como un huésped inesperado. El susurro de la arena que rozaba el metal estriado, el viento, el salitre hicieron su trabajo y en unos años no quedó rastro.
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