La decisión estaba tomada. En una semana le operarían, le iban a practicar una operación de estómago, pues los médicos veían que éste era el único modo de que Alberto Estomagogrande se quitase de encima (o de donde quiera que estuvieran) esos kilos de más.
Alberto estaba como loco con la idea y, aunque algo atemorizado, lo divulgó a los cuatro vientos; familia cercana, más alejada, amigos y conocidos pronto supieron cuándo, cómo y en qué consistiría la operación. A Alberto ya nada le importaba más que perder su pesado estómago de vista y poder volver a ser aquel cuya imagen le devolvían las antiguas fotografías y no el esperpento que el espejo se empeñaba en reflejar.
La semana pasó como pasan los días antes de un examen, en un santiamén y, antes de que Alberto pudiera darse cuenta, estaba tumbado boca arriba en una estrecha camilla de un transitado y aséptico hospital. Mirando hacia el techo, conforme se sucedían los fluorescentes envejecidos por el tiempo transcurrido desde la inauguración del hospital, Alberto creía ver su vida en diapositivas, cada una de ellas iluminada por una de esas horribles luces, que creaban una atmósfera casi espacial. Las despedidas y gritos de ánimo de su familia eran casi inaudibles para él, su mente estaba en otro lugar, también lejos de los astronautas que ataviados con gorritos, guantes y batas esperaban al otro lado de la puerta que dividía el mundo real y aquel en que los cuerpos quedan a merced de la correcta manipulación instrumental, que otros cuerpos experimentados hagan.
La hija de Alberto se asomó a la ovalada ventanita justo antes de que la operación llegase a su fin, a tiempo también para comprobar como en varias puntadas la barriga de su padre quedaba perfectamente cosida.
El paciente fue trasladado a la URP (Unidad de Recuperación Posquirúrgica) donde sólo unos pocos afortunados se hallaban, aquellos de los que no se acertaba a saber qué camino tomarían, si el de los vivos o el de los muertos.
La operación había consistido en: una extracción de la vesícula y el apéndice, la reducción de estómago y un baypas o tránsito rápido como también lo llamaban. Tan rápido era el tránsito que, al cabo de las semanas, cuando Alberto pudo volver a comer alimentos sólidos, tenía que hacerlo en el cuarto de baño puesto que ni dos minutos le daba su nueva conexión para instalarse allí antes de expulsar todo lo ingerido.
El problema es que este nuevo camino de metro y medio era desconocido para los alimentos, a los que siempre les habían dicho que la cosa duraba un tiempo y que el camino intestinal era largo y sinuoso. Tal fue la mala suerte que un día Alberto decidió comer garbanzos, una fabada, que para él con su nueva capacidad estomacal consistió en un puñado de pequeños garbanzos y, uno de estos, uno solo, despistado (y mira que su madre le había insistido en que según decía la ampliación del Manual de Circulación para alimentos, ahora el camino era mucho más corto y tenía un desvío al principio, que era algo así como tomar la Ap-4 o autopista de peaje, que va de Sevilla a Cádiz en lugar de la A-4) tomó el camino equivocado.
El pobre garbanzo se dedicó a caminar y caminar por paredes inhóspitas y oscuras en las que ningún otro alimento ni resto se hallaba. La angustia llegó -¿Hola? ¿hay alguien? ¿oigaa?- pero nada, nadie respondía. El resto de los garbanzos se extrañó cuando tras pasar el primer peaje, no vieron al pequeño garbanzo. Decidieron alertar a los servicios de emergencia intestinales, quienes habían sufrido una seria reducción de personal y no estaban de muy buen humor; estos, inmediatamente, alertaron a las patrullas que comenzaron la búsqueda del garbancito.
Mientras, en el exterior, Alberto lavaba el plato en el que había comido la fabada y, de pronto, notó como un cosquilleo poco habitual –uish, es como si algo me hiciera cosquillas-, nuevamente ese cosquilleo –me da la sensación de que hay un despistado- dicho esto, Alberto se dirigió al garaje en el que guardaban las cosas de Navidad, adornos, manteles, platos…la familia no entendía qué se traía entre manos, pero igualmente lo dejaron hacer.
Al rato, vieron cómo laboriosamente Alberto desenredaba las pequeñas luces multicolores del árbol y, sin que diera tiempo a impedírselo, empezó a tragarlas, manteniendo siempre bien sujeto el extremo final. Cuando termino el ceremonial, las enchufó y llegándoles la corriente eléctrica, estas se iluminaron, al menos, hasta donde la familia pudo alcanzar a ver pues el resto circulaba por el nuevo trayecto intestinal o vía rápida. Inmediatamente el garbancillo despistado que estaba acurrucado, lloroso en un rinconcito del intestino, vio todo un despliegue luminoso –oh, debe ser que erré mi camino, claro ¡me están mostrando el camino del que mi mamá me habló!- y de este modo, echó a correr desandando todo lo que había caminado. Las expresiones de júbilo se sucedieron entre sus compañeros cuando lo vieron aparecer -¡hurra! ¡por fin ha vuelto! ¡ya te echábamos en falta!-.
Alberto, al cabo de diez minutos manteniendo la boca abierta y las luces encendidas, sintió la llamada de la Naturaleza, esa a la que nadie puede negarse, en un par de tirones extrajo las luces y corrió al baño, mientras entre carcajadas su familia opinaba que más le valdría cambiar su nombre por el de Alberto Transitorápido.
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