Como todas las mañanas, y como pensó que lo haría todos los días de su vida, el cura abrió con su llave la entrada a la nave de la Iglesia, su Iglesia, que construyó a fuerza de la fe depositada por los fieles día a día en las alcancías, a golpe de ofrendas voluntarias recolectadas durante las misas, de la voluntad de las señoras voluntarias, benditas señoras, con las que realizaba domingo tras domingo alguna actividad que le dejara fondos a la Iglesia y con su sacrificio personal, como mandan las leyes de la Biblia, un ladrillo sólido en la edificación del templo.
El Arzobispado le llamó la atención porque desde hacía meses no remesaba dinero a la cuenta general de la Iglesia Catedral, pero eso le tuvo sin cuidado, ya que la construcción de un templo para enseñar, difundir y realizar los ritos católicos, fue suficiente excusa con la que mantuvo a raya a los contadores eclesiales, además en una parroquia tan pobre, cada centavo de cobre valía oro y era tan poco lo que recolectaba.
Esas llaves en sus manos, émulas de las de San Pedro, salvaguardaban los escasos tesoros del templo e impedían la entrada de los prevaricadores. Ya lo decía la Biblia: la religión es para los necesitados y pobres.
Y esos tesoros eran las imágenes hechas por artistas locales, los ricos adornos de las imágenes, las bancas para acoger las posaderas, los instrumentos para el rito de la misa donados por un ganadero rico, y un equipo de sonido nuevo para elevar la voz de la fe más allá de la Iglesia, además de lo que contenía la anexa Casa Parroquial, punto de encuentro de los jóvenes, señores y señoras cuya creencia iba más allá del sermón y daban un poco de su tiempo libre a las actividades pastorales.
Su mano temblaba ante la esquiva cerradura. ¡Son mis años!- se dijo. Sonrió y logró meter la llave que al punto giró liberando a la puerta de la esclavitud del cerrojo con un quejido de agradecimiento. Ancha fue la franja de luz que llegó hasta la puerta del patio. El cura la siguió para no tropezar en las bancas, y luego empezó a abrir una por una las ventanas, hasta que el interior quedó iluminado por completo. Con satisfacción observó que los jóvenes y las damas voluntarias limpiaron impecable el local. Dirigió sus nerviosos pasos a la oficina parroquial. Pero una luz en su cerebro le dijo que algo faltaba, así que volvió la vista al rincón en que debería estar el equipo de sonido. Sí, debería estar, pero el sitio estaba vacío. Un cura no puede maldecir, pero sí gritar como pidiendo ayuda a los santos: ¡Jesús y la Virgen María! ¡Se robaron el equipo!
La reunión con las damas voluntarias fue tormentosa. Unas sospechaban de la otras y las otras de las unas. Igual los jóvenes, cuyos grupos se culparon entre sí, y cuando lo supo la feligresía fue el acabóse. Todos se culparon del robo.
- El padre tiene la culpa por prestarlo a cada rato-, fue uno de los fallos.
- Hay que investigar a los que tienen copia de la llave-, vociferaba otro.
- Fueron los pandilleros que aquí reciben capacitación-, señalaron otros.
- Fueron esos que ocupan el templo para cualquier actividad- afirmaban los más celosos guardianes de la fe.
En fin, que el cura se enteró de que nadie fue. El equipo salió por sus propios medios. Sonrió ante este pensamiento mientras observaba a los creyentes divididos. Y con dividirse tampoco hicieron que apareciera el equipo de sonido, más bien fue la cortina de humo que ocultó el pecado.
Suspiró el cura, elevó la vista y una oración al cielo. Pidió sabiduría para distinguir a los inocentes entre tanta acusación.
Pero no hay mal que dure cien años, ni robo de creyente que no corroa la conciencia, y sucedió que una mañana de confesiones, alguien, detrás de la semioscura cortina del confesionario, le dijo al cura: - Padre, me acuso de haber pecado. Yo me robé el equipo.
El cura reconoció la voz y enseguida a la persona, que, antes de que le dictara la penitencia abandonaba el confesionario.
La confesión no le regresó el alma al cuerpo, más bien lo dejó con un serio problema teológico-moral: sabía quien fue el sacrílego y por secreto de confesor no podía denunciarlo. El desvelo llegó a su cama. Por un lado pudo ver que las catequesis sobre el amor y la tolerancia poco calaron en sus fieles y, por el otro, tenía en sus manos, o por lo menos así lo creyó, el poder de volver a llevar la paz a su parroquia. Como fiel seguidor de las enseñanzas de El Hombre, decidió que Dios le presentaba un problema como prueba de su fe. Esta idea le consoló un poco y puso su energía, o al menos la escasa que tenía, en estudiar al problema y resolverlo conforme los mandamientos de la Biblia. Pero por el momento, no recordaba ningún precepto bíblico de aplicación al caso. Ni siquiera de alguna parábola o historia que le ayudara en tan peludo asunto.
Por la noche, leyó con más atención que de costumbre la Biblia y no para preparar el sermón de la misa, sino en busca de la iluminación que, estaba seguro, de allí saldría. Se acostó tarde y se levantó tarde con el adorno de las negras ojeras. Así estuvo noche tras noche. Ninguna parte de la Biblia se refería al quebrantamiento de la misma como modo de solucionar los problemas terrenales.
- ¡Eso es!-, se dijo. Es un problema terrenal y no bíblico, no es un asunto del alma porque el pecador ya se arrepintió, aunque no me dejó darle la penitencia.
El asunto ya estaba arreglado desde esta perspectiva. Llamaría al irreverente, y como buen pastor le pediría un arreglo conforme el precepto del perdón a los arrepentidos.
- Si nuestro Señor perdonó peores ofensas, por qué no he de hacerlo yo y él mandó a que lo imitásemos-, pensó, y quedó ya muy satisfecho con la forma en que resolvería el caso.
Pero había otro pero: cómo haría para tranquilizar a la inquieta grey sin descubrir al insolente. Una parte del problema ya estaba resuelta, bueno, casi, porque aún no sabía la respuesta del arrepentido del alma pero muy apegado al equipo de sonido.
Y volvió a navegar en las cavilaciones. Echarle en cara a alguien su secreto de confesión no tenía antecedente en su larga vida de práctica sacerdotal, además, si se difundía esta actitud pondría en peligro una de los pilares que sostienen la Iglesia. Volvieron los desvelos.
- Es un asunto de hombres y como tal debe resolverse-, se repetía a sí mismo.
Después de varios días en esta meditación decidió que arreglaría el asunto desde el punto de vista humano y no divino. Estaba decidido. Un equipo de sonido no podría tener divida a la comunidad religiosa que con tanto sacrificio logró formar y sostener, aún en épocas difíciles.
- ¡Qué Dios me perdone!-, sentenció.
Y se corrió la voz de que en la próxima misa dominical, el cura daría una importante noticia relacionada con el desaparecimiento del equipo de sonido. Ese domingo, la Iglesia estaba que no cabía ni una mosca, y los murmullos crecían porque, para alivio general, en su respectivo sitio estaba el equipo de sonido y, la misa la dio un nuevo cura cuyas primeras palabras fueron: mi antecesor, al renunciar a esta parroquia y a la Santa Iglesia, me pidió que orásemos por su alma...
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