No veía bien. La luz de esa ventana inmensa me encandilaba, todo era una nube de luz indescifrable, con rápidas sombras que se movían delante de mí. Di otro paso inseguro. Hacia delante, hacia delante, cómo me había dicho metros atrás cuando crucé la puerta principal. Por cada centímetro que avanzaba más me arrepentía de haber recorrido corriendo los últimos kilómetros, cansada y confundida, sólo sabía que debía seguir, con la esperanza de llegar pronto y cerrar mis ojos y suspirar. Respiré hondo, sentí y me aferré a una última mano que me guiaba y tiraba, y llegué al último escalón de la interminable escalera recorrida por tantos tiempos olvidados, sólo a fuerza de otros, otros que acordándose de mí me impulsaban a subir cada vez más alto, haciéndome más ligera y elevándome y pasando por el costado de otros que hace siglos quedaron olvidados y atascados en un escalón solitario sin poder avanzar o retroceder. Allí estaba yo, llegué a la luz, era ahora parte de ella, y quedaban atrás el caluroso y oscuro subterráneo, que sólo vi asomándome el primer instante que crucé el arco de entrada, pero que rápidamente alejándome dejé atrás todo su denso aroma y los espeluznantes gritos que se apagaban a medida que subía la lustrosa escalera. Pasé entre mendigos, niños, profesores, madres, presidentes y reinas, unos más lentos que otros. Debo admitir que mi viaje fue bastante ligero, sólo algunos niños me adelantaban. Me daba mucha tristeza ver a ancianos que se quedaban quietos por mucho tiempo, sin avanzar siquiera un escalón. ¿Habrá sido un viejo solitario y gruñón? O simplemente, ¿no fue lo suficientemente cariñoso para que sus hijos y nietos lo impulsaran con sus plegarias? Quizás nunca lo sepa porque quizá él nunca llegue donde ahora me veía parada admirando la infinidad hacia todo punto que mirase. Era como estar en la cima de la montaña más alta, me sentía libre, e inmensamente feliz, y allí lo vi, mi esposo, que había despedido hace tantas décadas en ese oscuro ataúd de ébano. |