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Joaquín había olvidado su promesa de no cerrar más bares. –“Le vendo mi promesa a un mentiroso por un vaso de whisky”- pensaba, y es que Joaquín frente a dos cosas no podía resistirse; a romper sus promesas y a un vaso de whisky. A estas dos cosas Joaquín había dedicado gran parte de su vida, lo cual le había dado como frutos una cama vacía y un par de monedas en los bolsillos. En la ciudad él era un desconocido, un hombre con abolengo en las arrugas y cabello distinguidamente cano, pero desconocido al fin y al cabo. Compartía el vicio que tenemos muchos de triunfar con aquellas damas de noche que en el asiento de atrás de un coche no preguntaban si las querías. Pasaba los días durmiendo su pasado, olvidando sus segundos. Para él la vida era tener un romance con la noche, besar la luna y caminar acompañado de la oscuridad. Un ritmo de vida bastante agitado, pero lo hacia sentir vivo. Después de todo Joaquín era feliz dentro de su desgracia espiritual. Se deleitaba viendo a los jóvenes borrachos terminar botados en la calle con tan poca elegancia, -“amateurs”- se decía cada vez que ayudaba a alguno a levantarse. Sus noches terminaban en lugares insospechados: abrazando la ausencia de alguna mujer en su cama, o fumándole el último suspiro a la luna, acompañando los vasos vacíos que tiempo atrás lo acompañaron a él o haciendo las pases con su conciencia. La única pertenencia que Joaquín disfrutaba era una guitarra, una Alambra adornada con maderas finas de ciprés y ébano. Se deleitaba dando vida a melodías y tarareando algunas canciones de Luis Eduardo Aute y Pablo Milanés. Aquella guitarra adornaba y servía de piedra angular a su pieza, sin ella tendría que cambiar su vida sin sentido por una sin conciencia. Él sabía que su guitarra jamás lo abandonaría, siempre fue su única mujer a la que le fue fiel.

Una noche, por la calle, Joaquín volvía a esconderse a su cama, como acostumbraba, cuando misteriosamente en un silencio profundo sintió algo inusual: la ciudad había sido abandonada, sólo él se encontraba habitado. Sus pasos se oían como estruendos para sus oídos, no podía hacerlos callar, el sonido de la arena y la calle mojada provocaban un estrépito en cada paso que daba. El ruido lo desconcertaba, sabía que si corría de este sonido iba a ser peor y si se quedaba quieto este lo atraparía, jaque mate. De repente se sintió febril. Comenzó a caminar más lentamente, pensando que de esta manera podría asesinar aquel sonido tan desgarrador. Logró tomar control de la situación, como siempre lo hacía, y pudo llegar sin mayores problemas a la pieza que lo cuidaba. Se sentó al borde la cama y empezó a reír. -“Ja, ja, ja, ja. Le tengo pavor a mis propios pasos”- de alguna manera Joaquín sabía que después de esa carcajada vendrían las lágrimas de la desagradable realidad. Pero para sorpresa de Joaquín aquellas lágrimas nunca llegaron, la carcajada derivó en una sonrisa. Joaquín quiso evitar cualquiera mala jugada del destino y decidió dormirse rápidamente y robarle aquella sonrisa a la realidad, sin intenciones de devolverla. A la noche siguiente Joaquín volvió a madrugar su noche como de costumbre, pero algo más lo acompañaba consigo, era una sensación de tranquilidad nunca antes sentida y que lo empujaba con mas fuerza a perderse en las calles. Parecía ser que Joaquín había finalmente alcanzado el beneplácito de parte de su vida. Era otra persona en el mismo cuerpo, con las mismas costumbres. Le resultaba, por lo demás, sorprendente como algo tan minúsculo pudiera calmar su conciencia y su razón, un evento tan poco importante produjo un cambio trascendental en su existencia. -“los eventos más insignificantes son los que dan importancia a la vida”- se limitaba a declarar, sabiendo que dicha respuesta lo dejaba con gusto a poco. Se propuso encontrar el verdadero efecto que produjo este insignificante hecho, sabía que lo encontraría entre los vasos vacíos, escondido en la boca de alguna mujer escondida en la esquina de una calle o en las melodías que inventaba. Ese sería el nuevo sentido en su vida. Pero, ¿por qué?, Joaquín había pasado gran parte de su vida sin darle un sentido a su vida, solamente le bastaba la vida que llevaba, sin sentidos, sin trascendencia. Le resultaba raro como el destino le abría nuevas puertas y lo obligaba a entrar. Una de esas noches entre el sinsabor al humo del tabaco y el penetrante olor del whisky barato, Joaquín lo descubrió, descubrió aquella lección de vida, aquella moraleja con la que terminaban la mayoría de sus cuentos y que contaban su vida. Joaquín logró hacer las pases con su pasado que es retratado en estas palabras, no tan elocuentes, como a Joaquín le gustaría que fueran, pero se esfuerza, esperando despertar algún sentido de identificación con el aburrido lector que lo embriague. Joaquín había decido hacer el amor con el amor y la tinta. Esa era su historia, la historia de su vida, ahora todo sería esperar las consecuencias. Sin embargo tenía un amargo recuerdo de aquella guitarra, por primera vez le fue infiel, había llegado una nueva amante a su vida. En este momento es cuando Joaquín termina su cuento y comienza a llorar sobre estas páginas.

Texto agregado el 05-03-2005, y leído por 199 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
30-07-2005 muy interesante, esta visión de Sabina, algo más que un cantante, toni
29-07-2005 me amar sabina, felicitaciones. Me gusto especialmente la parte sacada de aves de paso. Me ha gustao ah Grainne-Uaile
05-03-2005 mmm...interesante KOnI
 
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