Ante semejante espectáculo, él solo podía mirar. Bailaba, el mar bailaba con bonitos trajes de sol, con un decorado de nubes esponjosas, casi poliédricas, al fondo. La forma. Saboreaba los mil aromas del suave viento como si de un manjar invisible se tratara. Su paladar gruñía ante tanta exuberancia. “El pastor del sol”, así llamaban al hombre, llevaba de su mano a una niña llamada Quinze -¿Era niña? En todo caso, era-, de ojos saltones y cara inexpresiva, aunque nunca expresaría tanto. Caminaba despacio y torpemente, vestida con un pequeño vestidito de tergal estampado en figuras marinas, sus pies rozaban la hierba. Se dirigían al final del acantilado, despacio, observando las innumerables playas que iban dejando debajo suyo y el mar que casi los había rodeado. Él tenía la cara levantada hacia arriba, mas no es que mirase el cielo, sino que su visión panorámica de trescientos sesenta grados le permitía apreciar todo, todo lo apreciable. Ella, en cambio, tenía la mirada fija mirando recto al horizonte. Ah, ella…
Los pocos habitantes que habían por esa zona, una bonita y provechosa tierra en el sector más meridional de algún lugar entre la zona templada y la tropical, gente honesta y trabajadora, contentos de su propia carne y su tierra, sabiendo que estaban donde debían, no pudieron remediar enviarles cierta mirada de temor. Temor por lo que podía desatarse. Esas viejas y costumbristas gentes, herederos de un linaje que referenciaba su propia existencia actual, acostumbrados a someterse al destino del elemento, viviendo, por lo tanto todo lo que un hombre “a secas” puede vivir. Sin embargo, tenían miedo de lo que aquél hombre. I la niña. La tradición les pesaba tanto como todos los libros de la tierra juntados uno encima de otro y depositados en un punto concreto de su espalda quemada. Les atravesaría el cuerpo entero antes de que se dieran cuenta, y por lo tanto no era algo negociable, ni tan siquiera con ellos mismos. Del mismo modo que un lobo, o un zorro, adquirían significado en lo que eran, aquellos hombres adquirían significado en sus propias gentes, en su linaje perpetuo y por lo tanto inmortal, y entonces ellos también podían ser. La diferencia era el modo, el modo.
El sol daba casi las doce, y Pastor del Sol y Quinze, casi habían llegado al límite del acantilado, un cortante de doscientos metros en donde la roca crecía recta y brillante hasta la cima. El mar parecía enfurecido. Pastor de Sol observó la niña que, de repente, adquirió un semblante de perturbadora inquietud. -No llores Quinze, dijo Pastor del Sol, -Mira esas rocas sumergidas de ahí abajo, su lucha feroz en medio de esa espuma salada que las diluye lentamente. Tu llanto va con su lucha, y sin embargo, el tuyo pronto cesará. Observa los contornos que adquiere el agua, y ¿oyes su rugido? Así es la roca, la roca es en su lucha. La roca. ¿Eres tú en tu lucha?-. Quinze seguía mirando al horizonte sin decir nada, y solo las lágrimas que secaba rápidamente el viento frío y húmedo mostraban reacción alguna en su interior. Pero el sabía ya de todo esto, hacía milenios que lo conocía. Él solo quería ayudarla. Cualquier expresión de vida entendía en todo aquello un falso movimiento. Desenredar vida con la vida. Ayudarla a mostrase a sí misma.
Quizá era demasiado para ella, pensó. La niña era excepcional, no había duda, mas el mismo amor contenido en sus paredes podía ser motivo de incoherencia ante lo inevitable. Ante eso, ante lo que le rebelaban sus ojos, su oído, su tacto, su gusto, su olfato y su miedo contenido había solo ella, ella que era nada. Y una vez descartado todo esto solo quedaba silencio, no había otra cosa, sin embargo ella era también, de alguna forma. ¿Sería silencio? Oh, dios…
Pastor del Sol entendía a la niña como si fuera una de sus vísceras que fluctúan impunemente por el mundo. De echo entendía a secas, y eso lo englobaba todo, absolutamente todo, pues todo no era más que una expresión de si mismo. Era como cualquier ser, solo que él lo sabía. Lo sabía porqué era capaz de ser eso mismo. Pastor del Sol veía en Quinze su propia sombra, oscura e infatigable y se acordó levemente de cuando él, con todas sus preocupaciones, también se había sumergido en tales circunstancias, recitando un papel otorgado en condiciones dudosas, se acordó de su época de catequesis y sus posteriores interpretaciones, sus postulados, sus negaciones de la negación…¿De que servía todo aquello? -Ah, esa época de mi vida-, pensó,- todo lo que llegué a engendrar en mi para conocer…-Luego observó a su alrededor. Dio cuenta de que el ciego siempre es el primero que quiere hacer ver a los demás ¿Ver qué?
Quinze parecía agotada de ella misma, sus ojos se habían cerrado levemente y se detuvo a mirar atrás suyo. Pastor del Sol sabía que no había nada que pudiese decir a Quinze para remediarla. El camino hacia uno mismo siempre se hace solo. Solo podía empujarla, sin ella saberlo, a hacerlo.
Se sentaron apoyados en una roca que sobresalía de la hierba y descansaron un rato. Los dos ahí, en este sitio, a esa hora, ¿Porqué había decidido traerla allí? pensó. No era una niña, tan solo? Sí, si, era una niña, pero ¿qué más daba? Era un “niña” infinitamente inteligente, si se lo proponía. No, no era una niña, en todo caso era pequeña, era algo, algo, y ella se daba cuenta de eso. ¿Cuántos adultos se daban cuenta? ¿Cuándo había empezado a tener importancia el ser pequeño, el paso a la madurez? Ella no es tan distinta,… es humana, es humana. En todo caso, fruto de la equivocación.
En su caso, quizá no haber entrado suficientemente en su terminología era lo que hacía de la niña un ser especial, en la línea entre su liberación y lo que sería renacer como ser humana, con nombre, apellidos y todo eso.
El día seguía, siempre seguía, con los dos sentados, erguidos, el sol alzándose en lo más alto, y el calor empezando a apretar de veras. La humedad de la tierra se dejaba entrever y el viento la revoloteaba dando, al buen entender, la sensación de haber distintos perfumes en un mismo sitio. El día resultaba espléndido. Natura silvestre. Luego ella se estremeció. La angustia depositada en su estómago se repartió por todo su cuerpo y ahora sentía ya ese terrible espasmo en cada capilar, en cada bombeo de sangre impulsada por un corazón feroz y palpitante, en cada punto transmisor de información. Su cuerpo aspiraba el dolor del mundo para ella. Ella lo provocaba al no comprender que en verdad ella estaba allí afuera, y el cuerpo era el artilugio para la consagración del ritual. Cuan importante era el ritual, era la forma de adquirir significado, fuese el que fuese. Quinze se acercó a Pastor de Sol, apretó sus manos en sus brazos y rugió de agonía, de ese terrible miedo que sentía. Miedo a estar viva, miedo a desaparecer. Quinze lo abrazó fuertemente y rompió a llorar desconsolada de todo. Inconsolable se sentía, inconsolable.
Pastor del Sol, le apretó un momento la mano y luego le dijo en tono neutro y relajado, con naturalidad –No te sometas a mí, Quinze, sométete a tu miedo. Desplómate, hazte pedazos y espárcelos lejos, arrástrate por el suelo desconsolada y aprieta esa tierra que tanto te hace sufrir. Abandónate a ti y a “no saber qué…” y verás que no hay nada a que someterse, ni siquiera a ti misma. Vas a ser una simple expresión de la vida. Vas a realizarte, al fin, te vas a convertir en lo que eres.
Escucha, escucha; Cuán difícil es acontecer lo que uno ya es; pues inventamos el problema y luego le buscamos solución. La solución que solo puede serlo en referencia al problema. El problema solo existe cuando uno lo plantea. Busca el porqué te es necesario crearte el problema. Mas, en verdad, no hay nada de todo esto. No hay nada, y por eso nada impide ya que todo acontezca.
Estuvieron tres días enteros tumbados en esa roca, sin comer, sin dormir apenas, dando cuenta de lo que les rodeaba. Quinze pasó por terribles espasmos e indescriptibles dolores, su sufrimiento se prolongó largas horas, hasta que no quedó nada más por quemar. Terminó por hartarse de ella misma y abandonó. Se abandonó hacía no sabía qué. Durmió unas horas y despertó con la entrada de la noche, pero para ella ya no era de noche, las pequeñas diferencias diarias le fregaban la cara sin dejar señal alguno, como el viento que moldeaba su fino pelo rubio. Ahora, para ella todo era “vida”, y ya siempre sería así. No manipulaba. Ya no conocía, porqué no le hacía falta. Se dio cuenta de que no tenía quince años, sino tantos como se pusieran poner, tantos como el primer sol, como una nube que se diluye en agua para volver a ser nube al cabo de un tiempo. ¿Tiempo, qué era aquello?
En medio de todo esto, y no pudiendo ser de otro modo, Quinze se acordó de su amigo Y/O, su único amigo a sabiendas de ella, su alma gemela, diría la gente. Ese chico de aspecto cansado y ojos devoradores que le parecía ser como ella, solo que más impulsivo, más hablador, más dispuesto a dejarse clavar la espada en medio del regocijo general, esplendoroso de su propia publicidad. A su debido tiempo, Quinze se distanció de él por propia necesidad. La combinación de ambos era jugosa de terminar rompiéndose y esparcir cenizas largo, largo tiempo, podía incluso llegar a matar al chico- aunque fuese lo de menos-, enloquecerlo totalmente. Pensó pues, que lo mejor era alejarse, aunque entonces no sabía lo que ahora había descubierto. Ahora podía volver a él, aunque no de la misma forma. Podía volver y responderle a sus constantes incertidumbres y anhelos. Le podría hablar sobre sus proyectos, de sus ansias de escribir grandes libros, crear el lenguaje perfecto, su vida perfecta, que fuera reconocida su grandeza así como el tamaño de su tragedia. Si lo pedía podría contarle a Y/O cuán insensato de alcanzar la vida perfecta a través del pueril esfuerzo del hombre, del progreso. Y/O pretendía el sueño del loco, sumar todas las manos a la vez y ver que sucedía, como una especie de torre de Babel. Quería a través del espectáculo, a sabiendas de dónde se nutría, llegar a una conjetura humana que convirtiese en Dios al grupo, y todos fuésemos una célula de ese perfecto engranaje. No se daba cuenta de que ya estaba ejerciendo de tal, solo que su idea proyectada de dios o meta, no era la misma, para la cual se había ejecutado el artefacto.
Quinze discurría por momentos en su pasado, y en su conversación si ahora se encontrasen; I le hablaría, le hablaría como canta un gallo; “Tus libros Y/O, todo lo que pudieses hacer, no tendría más que cierta importancia dentro del marco en el que nos desenvolvemos, en eso que algunos llaman Maya. Ya sabes, más de lo mismo, siempre más de lo mismo. Supongo que en el fondo quieres esto, no puedes querer otra cosa, ese es el destino del ser, crearse para su propio objetivo. Y así como para el loco su principal función es llegar a ser loco, para ti, que estás a medias tintas, no tienes adquirida una función propia y por eso todo te parece un viaje iniciático, un medio con el que realizarte. Eso es lo que te hace tremendamente vulnerable. Y tu percepción desmesurada, tú reflejo de la vida, te asusta porqué temes lo que te revela que eres, un ser infinito. La percepción no quiere ver que ella es el mecanismo y no la meta. Mas a pesar de todo, cualquier consejo, cualquier cosa al respecto no podría ayudarte. Tu propio camino es el secreto, y el secreto, tu camino que vas haciendo con los ojos vendados. No hay nada diferente de nada.
Te seré franca y te daré el único “consejo”, que puedo darte; No reprimas, disfruta de tus tonterías, tus bajezas, hasta que se descarten por si solas. De ese modo, si no llegas a la eternidad, al menos no lo habrás sabido. Al menos habrás sido consecuente con tu ilusión, con tu pequeño espacio. Suerte; “no lo conseguirás”, ahí empieza el camino…”
Entre tanto, Pastor del Sol, se levantó del suelo, y dejó a Quinze en el suelo terminando de reajustarse a la conmoción. Ella iría a ver a su amigo, y luego sabría estar sola. Ella sabría vivir por sí misma. Era ya crepúsculo, el sol se escondía detrás del mar, envolviéndolo aún todo de amarillo-violeta; cambiaba el espejo. Quinze nunca olvidaría su larga sombra proyectada al suelo en el momento en que se levantó. Su sombra, y el misterio que empezaba.
A lo lejos, aún se divisaba Pastor del Sol, caminando con aire calmado y tenue. Se alejaba, iba a algún sitio a sabiendas de que no se dirigía a ningún lugar, que no había lugar donde ir. Sin embargo, caminaba y caminaba, ese era el camino. Notando los últimos rayos de sol acariciándole la nuca, alzó la cabeza al aire con su visión panorámica de trescientos sesenta grados.
Ante semejante espectáculo, él solo podía mirar.
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