Los guayacanes son árboles poderosos y solemnes, como una vieja catedral.
Lentamente van ocupando el cielo con sus ramas y en la temporada de lluvias rompen la paz verde de las montañas costeras con la explosión de sus flores amarillas.
Cuando nombran al guayacán, los armadores de barcos, los constructores de casas o los carpinteros ebanistas, lo hacen con respeto y con una pizca de vanidad por el blasón que entrega esta madera a cualquier objeto.
Macizo y duro, con su corazón de oro y chocolate, el guayacán es capaz de sostener el mundo.
Conocí un guayacán que crecía en Cinco Cerros, en el límite de Manabí y el Guayas.
Estaba solo, cortando el paso a un caminillo que se perdía en el bosque tropical seco.
El dueño de la finca, alguna vez, había ordenado cortarlo para construir la casa del hijo menor. De esto hacía tiempo, pero las múltiples ocupaciones que llevan y traen a la gente no habían permitido cortarlo ni echar las bases de la casa.
Esa mañana íbamos, el dueño y yo, atravesando el monte, cuando oímos el ruido de una motosierra que rajaba el aire.
El dueño, contrariado, se adelantó con aire de querer impedir una tragedia. Pero el leñador había encontrado tiempo para cumplir la orden esa mañana, y lo estaba haciendo con mucho empeño. Cuando yo lleguié al sitio, la herramienta se hundía en el tronco ya algo más de diez pulgadas.
Chorritos de aserrín saltaban de la herida, como las chispas de un esmeril.
-¡No me avisaste!,- le gritó el dueño, pero el ruido era endiablado y el hombre no contestó.
El viejo dueño miró el corte con un asomo de rabia y luego con resignación. Después de todo, él mismo lo había ordenado.
El destino nunca perdona.
Al poco rato se cortó la cadena de la motosierra y los dos hombres, el leñador y el dueño, tomaron las hachas.
Golpeaban acompasadamente, uno tras otro, como si aquello fuera una discusión sobre la hombría y la experiencia, tema que tanto gusta a los campesinos.
Con cada golpe brotaba jugo del tronco, salpicando a veces sus camisas.
Para un buen trabajador no hay trabajos malos ni aburridos, todos tienen su diversión. Degollar un becerro o cortar un árbol, se hace también una faena alegre que muestra el poder de la gente sobre las demás criaturas, ignorantes del lenguaje humano.
Las hachas golpeteaban, metiéndose cada vez más hondo.
El viejo dueño, entusiasmado por el trabajo, se olvidó de sus dudas acerca de si cortar o no cortar el guayacán, y ahora lo único que perseguía era derribarlo.
Bañados por el sudor y resollando fuerte, los hombres dejaron sus hachas a un costado y se quedaron mirando lo que habían hecho.
A una señal del viejo, los dos ocuparon sus posiciones para el empujar el árbol, que ya estaba sujeto en un muñón.
Avergonzado de mi pasividad en el esfuerzo común, busqué también un sitio para empujar.
Con nuestras embestidas el árbol se cimbró y empezaron a caer flores de lo alto.
Primero fueron flores enteras, después fueron pétalos. Una nieba de pétalos amarillos cayó sobre nuestras espaldas.
En algún momento sentí que algo se cortaba por allá adentro y el árbol crujió.
Con otro empujón, toda esa majestad empezó a inclinarse con crujidos que parecían llantos.
El gayacán quedo tendido, cuan largo era, aplastada su copa florecida contra la hierba.
Las ramitas de las puntas siguieron tiritando por un momento y luego se quedaron quietas.
En ese instante voló de las ramas un pájaro rojizo. Se fue aleteando sin ninguna orientación, hasta perderse en los matorrales.
-¡Salió porfiado el man!,- dijo el leñador.
- Tenía mi edad. Y de mi edad ya casi no quedan,- dijo el dueño de la finca, tomando su sombrero para bajar al camino.
Ya fuera por el cansancio o por lo que fuera, lo cierto es que el viejo dueño se veía ahora más viejo y como abatido.
- Ya no quedan muchos de estos,¿verdad?,- pregunté al leñador.
- Todavía se pueden cortar algunos,- dijo, con tono profesional.
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