No habría tenido mayor trascendencia de la que pudiera llegar a tener un torneo importante si no hubiera sido porque sobre el tablero estaba en juego mucho más que aquellas piezas de madera, y a los lados del tablero había dos personas que eran mucho más que dos simples ajedrecistas: dos naciones habían decidido que la guerra no era el último recurso a sus diferencias, y para ello habían elegido al mejor jugador que tenía cada uno. Y allí estaban ellos dos.
La expectación del público llegó al máximo cuando Kalpana Chittarunjan, jugando con blancas, hizo el cambio de damas. Sobre el tablero quedaban únicamente los dos reyes, además de un alfil y un caballo, ambos blancos. Era algo más que una provocación, ya que en las tres últimas décadas un gran empresario chino había comprado los derechos de todos los mates posibles dados con un alfil y un caballo, y nunca hasta entonces había permitido a ningún ajedrecista utilizar dichas jugadas. Pero esta partida era diferente, pues tenía lugar en las Islas Tortuga, las cuales, con el paso del tiempo, habían pasado de ser un simple paraíso fiscal a convertirse en el último rincón del mundo donde se podían olvidar, además de los impuestos, los derechos de autor, las patentes y todo tipo de propiedad intelectual. Se trataba del último oasis pirata, lo cual no dejaba de ser irónico para quien haya leído novelas de piratas del Caribe del siglo XVII.
Aquel cambio de damas era bastante obvio, pero Sergei Ploshadniov no reparó en aquella posibilidad, pues su mente estaba demasiado acostumbrada a los torneos oficiales en los que las «jugadas prohibidas» estaban realmente prohibidas. En Tomsk, su ciudad natal, aquello habría significado renunciar a ganar la partida, y ambos jugadores habrían acordado tablas, ya que todo ajedrecista con una mínima experiencia sabía que aquel millonario chino no habría dado su brazo a torcer, y cualquier solicitud de permiso para utilizar las jugadas que tenía registradas, tanto si iba acompañada de una importante suma de dinero como si no, habrían servido únicamente para alimentar su ego enfermizo. |