El legado de los días persistía dentro de su cuerpo como un veneno que crecía cotidianamente. Escapada del mundo huía de las cosas, incierta, dolorida, atravesada por una infinitud de dagas, inerte, sumida a un pasado sin espíritu. Y la vida se sucedía como una sumatoria de fracasos extendida en la realidad de los semblantes, maquillada ante esos otros referentes, nula, abandonada a la libertad de ser quien deseaba y no lograba nunca. Desnuda de una piel intransigente, caía bajo la oscuridad de esas estrellas que ascendían su tejado, inmersa en la voluntad de obtener logros, pasajera del espacio inhabitado de veracidad, ácida, perenne, coartada de palabras y de gestos. Todo acudía ante sus ojos tras esa pantalla en la que imaginaba al mundo, mientras su interior moría tras los versos que su amante le inventaba. Allí su vida se paralizaba en inmortales sueños jugando a ser aquella otra, proyectándose entre las letras y las prosas, seduciendo espacios y regiones desconocidas por la mente, abstrayéndose de tantos sinsabores. Y las noches se fundían como un indisoluble manto de lealtad hacia la nada, amando ese bosquejo de ilusiones imperceptibles. Hasta que el contacto con el otro hizo carne ante su propia carne, aflorando la sangre en los canteros, vibrando tras lo oculto de las sombras, para renacer dentro de su vientre. La mañana despertó bajo ese lento deambular de los suspiros que se entretejen con las horas, mientras en un estado soñoliento, sólo atinó a encender la computadora, para volver a reencontrarse con ese invisible amor virtual, único partícipe de sus aventuras “sensoriales”.
Ana Cecilia.
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