La madre esperaba en la sala de estar leyendo una revista de farándula, despreocupada. Adentro, su hijo, vivía uno de esos momentos que pueden marcar la vida de un niño.. Frente a él, el dentista. Era feo, de cabeza grande, una nariz muy prominente, anteojos enormes sin un tornillo y con la pata sujeta con cinta para que no se cayeran. Era también muy viejo, lo suficiente como para creer que existía desde siempre, o que talvez dentro de él algún demonio le daba el poder para no morir. Sus manos eran lerdas y sucias, de uñas largas y quebradas en su mayoría e inevitablemente trabajarían dentro de su boca. Daba en verdad mucho miedo y como siempre llega el arrepentimiento, tarde se da cuenta de que si hubiera obedecido más a su madre y se hubiese lavado los dientes no estaría frente a esta desagradable situación.
Su mente volaba de un lado a otro buscando la forma de escapar mientras a cada segundo que pasaba los materiales de trabajo del dentista se formaban en orden militar sobre la mesa, listos para entrar en acción en cualquier momento.
Sumergido en la invención de un plan maestro el niño escuchó la voz del dentista decir que estaba listo para comenzar.
“Abre la boca”, la orden fue demasiado clara para desobedecerla. El niño la abrió y la urgencia de un plan lo hizo desesperar. Su mente quedó en blanco.
La saliva empezó a caer torpemente de su boca, apretó los ojos gallardamente para esperar el impacto, pero el dentista aún observaba dentro de la boca y analizaba detenidamente el problema al tiempo que tarareaba una canción muy tranquilo.
“Cierra la boca”, dijo. El niño obedeció nuevamente y respiró. Que había pasado, se había arrepentido de atacarle? Si hasta la voz del grotesco ser pareció suavizarse.
Entonces el dentista dijo algo totalmente inesperado para él: “espérame un momento, debo hablar con tu madre para que me autorice a seguir el tratamiento”. El niño sólo asintió, pero sus ojos casi se salían de sus ojos y el miedo que sintió fue el más sobrecogedor que ningún otro que haya sentido antes. Vio salir de la consulta a su dentista y como este dejo entreabierta la puerta los podía ver. El médico se paró frente a su madre, esta se levantó del asiento dejando la revista sobre la mesa y hablaron unos minutos, pero luego de un rato, ahí frente a sus ojos, vio como el dentista se transformó en un horrible ser antropomorfo parecido a un lagarto, de lengua larga y filosa, tomó a su madre por los hombros, la levantó como si no pesara y la devoró abriendo unas enormes fauces y dejando entrever unos colmillos filudos como cuchillos. Se quedó horrorizado, el hombre se había mostrado en su verdadera naturaleza, tal cual él sospechaba que era, pero todo estaba saliendo peor de lo que creía. Ahora su madre estaba muerta, engullida por ese monstruo y él ahora, completamente sólo.
El lagarto-hombre volteó la cabeza hacia él y sonrió. Su cara tomó un aspecto tan desagradable que sintió ganas de vomitar. Se sentía mareado, la presión bajaba en caída libre a extremos preocupantes y ninguno de sus músculos era capaz de reaccionar, sólo su cara podía moverse, pero tan lerda que sólo formaba muecas indescriptibles.
El monstruo caminaba rumbo a la consulta, pero al cruzar el umbral de la puerta volvió a metamorfosear en el dentista. Se dirigió al niño y dijo: “bien, comencemos”.
Una idea cruzó la mente del niño, talvez el monstruo no sabía que él lo vio y eso le daba un margen, aunque mínimo, de manejar la situación. Pero la idea se diluyó violentamente cuando el chillido de la máquina dental gritó su hambre de matar. El niño miró al dentista, pero este era otra vez aquel ser repugnante, y había cambiado tan rápidamente que él no se había percatado. Trató de escapar, pero el monstruo lo cogió por el codo y lo tiró al sillón. Con una mano lo sostenía con fuerza y era imposible zafarse, con la otra sostenía la máquina y una tercera mano, que creció desde la boca de su estómago abrió su boca tan fuerte que casi la disloco de su posición habitual. Casi sin darse cuenta cerró los ojos al momento que la máquina entraba en su boca para matarle.
Una luz blanca llenó la habitación, nada podía ver a su alrededor y tampoco escuchaba nada. Frente a él una silueta emergió de la luz blanca y se acercaba. “El monstruo”, pensó. Pero vio que era una mujer. Al mismo instante el sonido del mar llenó el espacio y el bullicio de la multitud se hizo presente. La luz desapareció y vio que la silueta no era una mujer cualquiera, sino su madre que le extendía su mano. Realmente no entendía donde estaba o que ocurría, pero se sentía bien. Corrió y abrazo a su madre, miró alrededor y vio una playa inmensa que se extendía de este a oeste y allá en el horizonte el mar besaba el cielo.
De pronto reconoció el lugar, era Pichilemu, supo que era 1987 y que estaban de vacaciones con su familia. La casa naranja sólo quedaba a unos pocos minutos del balneario y allí, sus abuelos lo esperaban para tomar onces.
Había pensado en un principio que había muerto, pero al reconocer el lugar y porqué estaba ahí supo que se trataba de un recuerdo. Quizás el dolor de la tortura lo había traído para anestesiar el calvario de ser devorado por un lagarto-hombre.
Y empezó a recordar. Recordó que luego de abrazar a su madre ambos caminaron rumbo a casa por el camino largo. Eran casi las seis cuando subieron la enorme escalera que los conducía al parque Ross. Allí le gustaba pararse en el puente a ver la pileta donde nadaban esos pececitos multicolores que tanto le alegraban la vida, y recordó que ese día pasó casi media hora contemplándolos sin decir una sola palabra, mientras su madre le acariciaba el pelo. Llegaron a casa tarde, ya todos habían comido y ahora la abuela se preparaba para desgranar porotos para el almuerzo del día siguiente y los llamaba a todos, hijos, yernos, nueras y nietos para que la ayudaran. La noche terminaba tarde en esa casa, la tenue luz nos acompañaba mientras jugábamos lotería hasta que yo perdía toda la plata que le había dado su mamá y se iba a acostar. Recordó que siempre era bueno viajar a ese querido Pichilemu. Su madre le besaba la frente, él dormía y ella salía cerrando la puerta.
Cuando su madre cerró la puerta notó que aún estaba en la consulta. Se sobresaltó y se bajó del sillón, miro a su alrededor y no vio señales del monstruo. El médico estaba junto a su madre, viva. Ahora era un joven de no más de treinta años, de aspecto bonachón y de sonrisa amable. Al parecer había vencido al monstruo, pero cómo no lo sabía. De pronto entendió todo. “El recuerdo”, se dijo. De alguna manera, el recuerdo de aquel viaje había aparecido y se convirtió en su arma para pelear. Sólo había una forma de derrotar tanta maldad y era mostrándole algo hermoso y bueno. Por eso se había acordado de esas vacaciones, y al derrotar al lagarto-hombre se había roto el hechizo y por eso el doctor y su madre estaban ahí.
La voz del dentista interrumpió sus pensamientos: “Hijo, tienes caries, así que vamos a comenzar un tratamiento de conducto que va a durar ocho sesiones. Tu madre está de acuerdo y comenzamos la próxima semana.”
“Ocho sesiones”, pensó, “menos mal que hemos viajado harto con mamá, así tengo muchos recuerdos para pelear contra los lagarto-hombres”.
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