A Mariana.
Cuando regresó del café la mañana era inminente por todas las ventanas del departamento. Estaba dibujado un solsticio difícil de entender, nada aparentaba esa dificultad a la pintura en gran escala que terminó una noche anterior. Era Mariana. De pie, con los cabellos castaños que le vestían el pecho de pura vergüenza y la prenda única trataba de un pantalón crema de lienzo casi transparente, que traslucía sus piernas de niña mujer crudas de deseo. Los ojos, verdes como el interior de una palta madura parecían latir dentro del cuadro, girar hacia donde le vengan en gana para mirar a las demás mujeres retratadas y darse cuenta que ella era la más bella. La nariz, con ese prestigio estético que no tiene que ver con la grandeza o la curvatura, sino con el aire que aparentaba respirar con facilidad dentro del retrato, y sus labios de resaltador rosa, estrellados contra la misma tela, y la expresión precisa, como desesperada a saludar con besos en la mejilla. Uno en la derecha y luego la izquierda.
Lucas, el artista, seguro esperó que seque la pintura lo necesario, para regresar del café y besar la pintura con su boca. Pasó toda la noche ahí, mirando sin leer las letras de un libro que le recordaba la ansiedad de volver a casa y encontrar a Mariana y saludarla y abrazarla, y contarle que no pudo concentrarse pensando en ella, en sus ojos precisos y su cabello de lluvia. Y luego, hacerle el amor con un preservativo delgado, para cuidarla de todas las enfermedades. Porque ninguna se hizo para ella. Ni la fiebre, ni el sarampión, ni la salmonella. Ni siquiera el amor crónico que el adquirió mientras le hacía los trazos, con carbones que se alegraban de las formas, de las curvas, de la belleza violenta que creaban hasta desaparecer y formar parte única de Mariana, y luego los colores, destrozando la facilidad de los espacios en blanco.
Entonces, cuando regresó del café la mañana era inminente por todas las ventanas del departamento. Se sacudió los desperdicios mínimos de la llovizna en su cabello. Se libró del saco marrón, del pañuelo a modo de corbata. Evitó cualquier mirada hacia Mariana, que seguía de pie, y seca, y dibujada con sus ojos verdes. Tiró sobre la mesa el diario Le Monde del día que le había regalado un francés amable antes de salir del café. Encendió un cigarro con una vela que no recordaba haber prendido la noche anterior antes de salir, y no se preocupó de eso.
Caminó hacia la pintura con el cigarro en la mano, se detuvo frente a ella y le lleno el rostro del humo que tenía acumulado en la boca. Fue lento, delicado. Llegó casi a la femineidad, a una ternura doméstica de la que solo saben los artistas, y que sin embargo no la aplican. Ella lo miraba estática desde el cuadro y viceversa, y así siguieron algunos minutos.
La mañana seguía igual, pero no se preocupó en los fenómenos que la naturaleza mete por la ventana de su casa. El solsticio continuaba.
La puerta blanca del dormitorio principal se abrió de par en par y una mujer desnuda y despeinada se descubrió sin ruidos, sin ganas de emplear la rudeza de un bostezo a esas horas. Amor ven a dormir, dónde has estado, le preguntó. Lucas giró y la llamó, mira esto.
Mariana se acercó a su propia imagen, y talvez se confundió porque estaban las dos descalzas. Pies pequeños, delgados, blancos, suaves de solo mirarlos. Se confundió a tal modo que debió moverse para saber que no estaba dibujada. Y con esa seguridad de seguir viva y no pintada, Mariana, regresó a la habitación. Lucas miró toda su espalda, las constelaciones del signo de Acuario que formaban sus pecas. Se vio rechazado, pero ella regresó divertida a mitad del camino, y le invitó a hacer el amor mientras durara el solsticio.
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