Daniel amaba con una pasión enloquecedora a esa niña que pasaba todos los días frente a su casa. Era algo inexplicable, casi sin sentido. Adoraba verla caminar con esa cadencia suave en que sus caderas se movían rítmicamente en una danza sensual que aceleraba las palpitaciones de muchacho. Los ojos soñadores y sonrientes de la niña endulzaban cuanto miraban, de tal modo que aquel banco, por ese simple sortilegio, después era un lujoso diván, la maleza se trocaba por orquídeas, las piedras se transformaban en diamantes y Daniel, pobre Daniel, de simple estudiantillo de secundaria pasaba a ser el más gallardo doncel.
La realidad parecía interponerse entre el y la chica, puesto que a su belleza radiante y hechicera se agregaba un factor aparentemente insalvable: ella era extremadamente alta, lo que contrastaba con el mezquino metro cincuenta de Daniel. Por lo mismo, el sólo la contemplaba con sus ojos de martirizado, sonriéndole con un dejo de tristeza, ya que tenía la terrible certeza que ella jamás se fijaría en un hombre tan pequeño como él.
Una tarde, no pudiendo sofocar el incendiario sentimiento, cortó unas cuantas flores de su antejardín y ciego en su desatino, corrió detrás de la muchacha para entregárselas todo asorochado. Ella le sonrío con dulzura, le dijo: -Gracias -con una voz, al parecer prestada por alguna brisa marina y se inclinó para besar su frente. Los labios de Daniel ardían de deseo cuando regresó a su casa con la sensación de ese beso acariciándolo por dentro.
Supo que ella se llamaba Miriam, que era profesora y que estaba soltera. Ahora el se atrevía a esperarla sentado en un banco de la plaza o tendido sobre el césped. Allí conversaban un buen rato, evitando Daniel que estuviesen de pie, puesto que la diferencia de estatura entre ambos era algo que lo martirizaba.
Era una tarde otoñal cuando Daniel le confesó su amor a Miriam. Ella se quedó muy pensativa, no dijo absolutamente nada, le dio un beso en su mejilla, se despidió y se alejó lentamente. Daniel contempló desolado como la graciosa muchacha se perdía en lontananza con su enorme carga de misterios a cuestas. Nunca la vida le pareció más triste al muchacho que en aquella ocasión.
Ver a Miriam con un tipo alto y fornido fue el golpe de gracia para Daniel. Entonces tuvo la certeza que ella lo había despreciado por alguien más adecuado y pasó de la pena a la furia y de esta al desencanto. De pronto se desconoció a si mismo al sorprenderse profiriendo maldiciones contra la muchacha. Esa no era su esencia y ello le provocó mucha angustia, trató de enmendarse pero su pasión había derivado a esos terrenos oscuros en los que permanecía anclado, absorto, sin una luz que alumbrara su entendimiento.
El corazón del muchacho casi se detuvo de golpe cuando, meses después, vio venir a Miriam postrada en una silla de ruedas. La acompañaba una enfermera quien, prudentemente, se alejó unos pasos para dejarlos solos. La muchacha le contó una historia horrible. Cuando se dirigía con su hermano a casa de sus padres, el vehículo en que viajaban, se desbarrancó en una quebrada, falleciendo el muchacho y ella resultando con su columna vertebral horriblemente resentida, a resultas de lo cual nunca más volvería a caminar. Ahora se venía a despedir de él ya que al día siguiente viajaría con sus padres al extranjero. Entonces Daniel lo comprendió todo. El muchacho que acompañaba a Miriam aquel día era el malogrado hermano. Ella le confesó entonces que ese día de la declaración, ella se había asustado mucho ya que temía que la gente se burlase de ambos, hiciera sorna de sus desigualdades y finalmente se vieran obligados a separarse. Por eso ella se había alejado, para no alentar las esperanzas del muchacho. Miriam sonrió tristemente y le dijo: -Mírame, ahora soy yo la que no tendré ninguna posibilidad de encontrar a quien me acompañe por el resto de mi vida. A Daniel se le hizo un nudo en la garganta y sólo atinó a besarla con una enorme pena en su alma. Ella le sonrió tristemente, tomó las manos del muchacho y las apretó contra su pecho. Luego le hizo un gesto a la enfermera para que se marcharan. Cuando se alejaban, Daniel podría haber jurado que la chica se estremecía por los embates de un desconsolado llanto…
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