Instantes
Con una sonrisa de oreja a oreja ocupándole el rostro, de aquéllas que sólo se esbozan en el marco de situaciones excepcionales que nos sacuden el polvo maloliente de la rutina diaria, el niño sale de casa abriendo de sopetón la puerta, como quien quiere sorprender a quien aguarda detrás, y corre agitando los brazos y gritando, Mi bici, mi bici, mi bici, mientras el padre, algunos metros más allá, de pie, con la indudable postura erguida de quien se vanagloria por cumplir el sueño de un hijo, sostiene con ambas manos el tan añorado y merecido obsequio.
Es cierto, estamos hablando de una simple bicicleta, un primitivo y, hoy por hoy, por culpa de los imprevisibles pasos agigantados que ha dado la tecnología, muy poco utilizado medio de transporte. Es dable, entonces, que algún lector algo incrédulo pueda dudar de la magnitud de tamaño júbilo que siente el pequeño. Pero no nos apresuremos, no caigamos en el estricto criterio materialista, cuya mirada, es sabido, poco alcance tiene y cuyos dedos ni siquiera rozan el inexplorado campo de los sentimientos humanos. Más vale recordar nuestras respectivas infancias y díganme si acaso ustedes no soñaron, también, con tener una bicicleta, si no se esforzaban por mantenerse despiertos hasta medianoche para ver entrar, ya sea por la chimenea, por la ventana o por la puerta de la casa, al Viejo Pascuero, Papá Noel o Santa Claus, nombres que varían dependiendo de la respectiva ubicación que en el orbe se tenga. Aquél ser cuya inexistencia todos conocemos y ocultamos en aras de perpetuar otra existencia, cuál es, la de la ilusión infantil, que suele brillar en los ojos de los niños cuando éstos ven el sueño que soñaban despertando junto al árbol de navidad. Incluso hoy, ya adultos, cuando en alguna reunión o juerga surge, entre los sorpresivos meandros de la conversación, el tema de las bicicletas del ayer, no hay quien deje de experimentar ese sabor añejo pero intacto de la nostalgia de aquellos tiempos que, en buena parte, no eran mejores. Así, pues, tal apasionada reacción del chico, al final del día, cuando el sol ha descendido para descansar y recargar las energías de los rayos que calentarán mañana, es de sobra comprensible, incluyendo, por supuesto, no se nos vaya a ir también abajo con el sol, el apretado y reconfortante abrazo con el padre y las pocas lágrimas de felicidad que dividen, ahora, las rosadas mejillas del pequeño, pocas pero no por eso menos genuinas, fue en el contexto de este tipo de ocasiones cuando alguien una vez enunció, con cierto grado de solemnidad, Más vale calidad antes que cantidad.
El emocionante momento, lamentablemente, se interrumpe, como todo en la vida en realidad, pues nada dura para siempre, ni la paz ni la catástrofe, pese a que, en esta oportunidad, todo indicaba que se habían detenido los relojes, al menos los de origen terrenal, para extender sin fin este abrazo con el padre y aquellas lágrimas inspiradas por él mismo. Los minutos congelados deben reanudar, entonces, su carrera y alcanzar la siguiente valla para permitir que el resto de los minutos, que aún esperan su turno en las incalculables bodegas del Tiempo, puedan reemplazarlos y girar en los relojes que les sean asignados. Y así ocurrió en nuestra historia gracias a la llegada de otro muchacho, éste, con el cabello más enrulado y un cuerpo que carga varios kilos de más, pero que se asemeja al primer chico en que también viene montado en una bicicleta, aunque mucho más desgastada y sucia que la anterior. No es difícil advertir que este niño ya tuvo su propio momento de universo paralizado cuando le regalaron su bicicleta, y también corrió, saltó y despegó para lanzarse al padre. A estas alturas, él ya debe ser todo un perito en el arte de la conducción de las bicicletas. Probablemente, maneja gran parte de las técnicas y artilugios necesarios para correr a alta velocidad libre de riesgos y, sin duda, es capaz de girar exitosamente en las curvas más peligrosas y emprender todo otro tipo de hazañas similares, de aquéllas que abren como platos los ojos de las familias y las hacen cubrir sus rostros con ambas manos, al tiempo que dicen cosas como, Será el nuevo Eliseo Salazar. Pero no nos engañemos, los juicios elaborados con prisa suelen dejar afuera, tras el martillazo de la sentencia, muchos elementos relevantes que, de haber sido considerados, casi en la totalidad de las veces, nos hubieran hecho cambiar de parecer. Y, aquí, podría quedarse afuera, golpeando una y otra vez la puerta, un instinto básico, presente en el alma de todo ser que se hace llamar humano, incluyendo a los de corta edad. Y es el deseo de competir, sentir la adrenalina de la lucha, los aplausos, el dulce gusto del triunfo, que es el único sabor que no descubre la lengua, sino el alma. Y es claro que este niño que acaba de aparecer en escena ha consumido muchas tardes andando en su bicicleta, aunque solo y, por lo tanto, sin victorias ni fracasos, sólo entrenamiento, nada es más imposible y falto de mérito que derrotar a un competidor ausente. Y, si bien es cierto que ahora su corazón se emociona y late más fuerte por la alegría que le produce, a su turno, la felicidad de su amigo, no es menos cierto que buena parte de esos apresurados latidos laten a causa de un oscuro pensamiento que, poco a poco, va tomando fuerza y que, ahora, se materializa en palabras que saltan de su boca, diciendo, Ahora tengo con quien echar una carrera. El segundo pequeño le pregunta al otro, Almorzaste, Sí, le responde, Vamos a andar en bicicleta entonces, No sé, Por qué no sabes, Mañana mejor, Pero por qué, Porque yo creo que va a llover, No lloverá, Pero mira el cielo, está muy nublado.
Está muy nublado, está muy nublado, está muy nublado, La frase se pronuncia una y otra vez en la mente del viejo. Los ecos de cada palabra, con la potencia incomparable con que se oyen los alaridos del recuerdo, retumban entre las paredes de su cabeza, como si dentro de ella, disgregados entre las distintas cavidades inexploradas de la memoria, centenares de diminutos seres, de procedencia desconocida, exclamaran dicha frase sin cesar, al mismo tiempo pero en desorden, unos comenzando cuando los otros aún iban por la mitad. El viejo despega los párpados con dificultad, coge el bastón de madera que siempre descansa apoyado contra el velador y se pone de pie, experimentando ese característico y doloroso crujir de huesos y arterias que nos trae el paso del tiempo, aunque cada cual a su tiempo, valga la redundancia. Hace bastante calor esta mañana, eso explica que un suspiro salga expulsado con escándalo por su boca. Más bien, en verdad, por lo estrafalario que es, el suspiro limita con el siempre mal ponderado relincho, infringiendo, en conclusión, todas las normas protocolares correspondientes que enseñan cómo suspirar sin lesionar moralidades ajenas. En este momento el viejo avanza hacia la ventana, la desnuda de sus cortinas, la abre y, sorpresa, afuera está muy nublado, el cielo, podría decirse, está enfermo de nubes, y se desliza en lo alto una hoja muerta de otoño, frágil, que va cayendo con el movimiento pendular de una pluma, quizás buscando algún resabio de verano, o algún árbol todavía vivo al cual aferrarse para volver a teñirse de verde, o algún último rayo de sol al cual colgarse, cual murciélago, para respirar profundo y hacerse la idea de que va a morir, o quizás se va precipitando con la esperanza de que la caída sea tan lenta que, antes de besar la tierra, haya llegado la nueva primavera, o quizás no piense nada porque, no olvidemos, ya está muerta y, si de muerte se trata, ya todo acabó.
Alguien llama. Si bien es evidente que cuando los nudillos de una mano golpean una puerta, los moradores de la casa, cuarto o lo que fuere, no escuchan un claro toc toc, así de inconfundible emitido por las maderas, de tal forma lo han escrito a lo largo de la historia muchos otros y ya es una referencia obligada. Por lo que, no motivándome algún tipo de intención revolucionaria en la construcción de este relato, me atendré a las convenciones lingüísticas, por lo tanto, toc toc, alguien llama, así fue, es y será, mientras dure. Se abre la puerta y tras ella aparece una linda muchacha, cargando una bandeja. Buenos días, saluda, Buenos días, contesta el viejo, Le traigo su desayuno, Muy amable, déjelo donde siempre. La joven deposita la bandeja en una esquina de la cama y, antes de marcharse, le recuerda al caballero, Vuelvo en un rato para su paseo, Gracias, concluye él, la puerta se cierra y vuelve a quedarse solo. Aunque llevamos tan sólo unos minutos inmiscuyéndonos en la vida y habitación de este señor, no es descabellado sugerir que esta plática, de principio a fin, es habitual, se percibe conocida, rutinaria, mentirosa, como si el diálogo fuera siempre el mismo todas las mañanas, una y otra vez, sin modificación alguna, con los mismos tonos y palabras, el viejo va en la mitad de su libreto y la señorita espera, aburrida, el punto final para intervenir. Un verdadero ejemplo de lo que los físicos llaman inercia, la cual, aunque parezca absurdo imaginarlo, no sólo se manifiesta en personas cuyos cuerpos se mueven hacia delante cuando el vehículo frena. Es, también, muy típica en estos asilos de ancianos, aquellas congratuladas instituciones que lucran con los abuelos y abuelas exiliados de sus hogares y con los que se sientan en sus veredas clamando por uno que jamás tuvieron. Porque, habiendo tanta clientela, no alcanza el tiempo para alimentar el desarrollo de profundas relaciones de amistad, sólo es posible que los funcionarios memoricen ciertos textos respetuosos y gentiles que repetir por igual a todos.
El viejo camina con sus tres piernas, entiéndase, las dos que le dio la naturaleza y el bastón que le proporcionó la industria, que aunque no tenga la fisonomía de una pierna, eso no implica que no pueda servir como tal, análoga es la suerte de las gafas, pero ésas sí tienen más forma de ojo. El viejo regresa a la cama, se sienta con precaución y bebe un sorbo de café. La alta temperatura de éste, sumada al calor ascendiente que los rayos de sol arrojan a la recámara, pueden explicar por qué, en este instante, una gota de sudor desciende por su rostro, abriéndose paso entre sus párpados, la nariz, la boca. Y algo insólito, completamente inesperado, inexplicable por ahora, ocurre en este segundo. El viejo sacude la cabeza con violencia y se frota las sienes con los dedos, los ojos bien apretados y el ceño bien fruncido, como quien intenta recordar algo, aunque también puede estar queriendo olvidar algún dolor, el gesto facial no sería muy diferente. Ahora susurra, emite algunas palabras para sí mismo, y si mis oídos me son fieles, creo que dice algo así como, Nublado, que este calor que ahora te sofoca no te confunda, sigue siempre muy nublado, el cielo enfermo de nubes, la hoja muerta volando por el aire, cómo es entonces, cómo es, nublado, nublado.
Nublado, claro que sí, insiste el niño que ya era dueño de una bicicleta y agrega, Pero no lloverá, y si llueve, será más entretenido, vamos a dar una vuelta. Finalmente, convence a su amigo y ambos se suben a sus respectivas bicicletas y comienzan a pedalear. Algún lector, atento a los sucesos del relato, podría preguntar, con mucha razón, Y cómo es que este muchacho puede andar, si le acaban de regalar la bicicleta. Y le respondería que sí, que puede, porque el otro muchacho le ha enseñado, desde mucho antes del inicio de esta narración, las destrezas básicas, las de primer nivel, las que evitan que se ladee y caiga abatido al suelo apenas recorridos algunos pocos metros. Así son los amigos, te ofrecen sus brazos abiertos para felicitarte en las buenas y su hombro seco para llorar en las malas, pero no olvidemos el instinto de competencia, que ése, ya lo sabemos, bien oculto también lo llevan. Y ahí, precisamente, lo visualizamos, cuando los muchachos van uno al lado del otro, observando el camino sin pavimentar y, de reojo, dándose unas miradas fugaces para averiguar la suerte de su contrincante, el mantenimiento o deterioro de su estado físico, la distancia que los separa, la velocidad del pedaleo, el esfuerzo arrugando las sienes. No obstante, aún no es una genuina competencia, falta algo esencial, y es una meta, ese punto o línea horizontal, dibujada con tiza en el piso, tras la cual puede gritarse a todo pulmón y con todo derecho, Gané, gané, el trofeo es mío. Y el niño de la bicicleta antigua lo advierte a tiempo, antes de que cualquiera de los dos comenzara a proponer refinadas y arbitrarias soluciones para elegir al ganador, como por ejemplo, Yo aguanté más, o, Mi bicicleta es vieja, no puede ganarle a la tuya, o incluso alguna como, No me importa, tú ganas, total, mi bici es nueva y voy a poder echar miles de carreras más, en cambio la tuya, de hoy, no pasa, esta última solución, claro, se exclamaría, sin filtrar, cuando los ánimos anduvieran agitados. Dijo entonces el chico, Corramos al lado del río y el que llegue primero al nogal, gana. Es una propuesta interesante, sensata, todos conocen dicho árbol y no está lejos del punto en el que los muchachos descansan ahora, el sentido común indica que la primera carrera no debe ser ambiciosa en riesgos ni en exceso de esfuerzo físico, para eso están las que se correrán después, si Dios y los metales de las bicicletas así lo quieren. Ya, acepta el niño, hasta el nogal.
Se alistan, respiran profundo, el duelo va a comenzar. El pequeño de la bicicleta nueva contempla el río, cuyo caudal, para aclaración de todos ustedes, se desplaza varios metros más abajo por un angosto intersticio. Un breve pero estremecedor escalofrío ataca al muchacho, de esos hábiles, malditos, capaces de recorrer nuestra espalda de principio a fin en un segundo, provocando un eléctrico tiritón de las carnes. Tanto, que el pequeño, sin quererlo, gira la cabeza de súbito y se queda mirando a su amigo, como esperando que él lo tranquilizara, mientras en la punta de su lengua se forman dos palabras que, entrelazadas, dicen, Tengo miedo, pero que jamás llegaron a salir de su boca, se diluyeron entre la saliva que iba escaseando, sabido es que la saliva es el manjar predilecto de aquél sentimiento llamado nerviosismo. Y no es, como se piensa, que el miedo, por intensificarse, te seque la garganta, de hecho, ocurre todo lo contrario, la angustia se acrecienta porque encuentra en el camino la saliva que olvidaste y pudiste salvar. Tal como este muchacho, que al ser tan inexperto, aún, en el fino trabajo del autocontrol, vio el río más abajo y, de tanto mirar, no mandó refugiarse a su saliva, ahora, el temor desempacó y ya es muy fuerte. No obstante, afirma el niño, Estoy listo, con admirable valentía, se aprecia que es un muchacho de grandes valores, a sus cortos años, ya sabe que las promesas se pactan para cumplirlas, y si le prometió a su amigo, con un estrechón de manos a lo adulto, que echarían una carrera por el lado del río, así sería. Aunque, a su turno y en privado, le haya prometido a su corazón que jamás volvería a montar la bicicleta al costado de dichas aguas, segunda promesa que también cumpliría, pero después, por algo es la segunda y qué suerte que, además, él sea consecuente.
En sus marcas, listos, fuera. En realidad, estas expresiones son propias de competencias de mayor profesionalismo y envergadura, que incluyen cientos de personas vitoreando a sus favoritos en las graderías y al sujeto, vestido de blanco, que lanza un disparo al aire para que los atletas corran por el suelo. Lo que de verdad acaba de ocurrir, es que el niño de la bicicleta antigua gritó, simplemente, uno, dos, tres, y aún no terminaba de pronunciar el tres, cuando ambos comenzaron a pedalear con todas sus energías, como si fuera la última carrera. Así de entusiastas son los niños de ayer, hoy y siempre, a ellos no los desvela el futuro, todavía no le pisan los talones, va muy lejos, varias calles más adelante, con los semáforos siempre en verde, a estos muchachos aún no les llega el día en que despiertan pensando, Quiero ser mayor. Y ahí van, muy cerca el uno del otro, levantando polvo, esquivando los abundantes y sorpresivos desniveles del camino, la adrenalina hirviéndoles en la sangre. Pero, lo más admirable, es el motivo real que los llevó, sin plena conciencia, tal vez animándolos desde una capa interna del alma, a lanzarse a esta pequeña aventura, y esa razón es la búsqueda de la alegría, que ya se asoma en sus rostros, sus bocas, sus ojos, éstos que van aquí son otros niños, qué cierto es que la felicidad dura sólo momentos, pero mientras dura, es eterna.
Cuidado, cuidado, grita el niño de la bicicleta antigua, girando a la derecha bruscamente, estrellándose contra la tierra y rasgándose una rodilla. El otro chico, que viene algo más atrás, se inquieta, observa para todos lados buscando quién sabe qué. Qué pasó, exclama, con la voz del nerviosismo, ésa que hace temblar las palabras, como si, mientras hablara, alguien le estuviera dando reiterados toquecitos en la garganta. De pronto, una gran piedra surge en medio del suelo, sin previo aviso, sin un anterior letrero municipal que advirtiera, Precaución, piedra a tantos metros o algo por el estilo. Aunque, en realidad, ésta siempre estuvo allí, desde tiempos inmemoriales, desde que el mundo es mundo, desde que Dios dispuso, En este camino quiero una piedra, habrá tenido sus razones, no es el momento de cuestionarlas. El chico no atinó a nada más que imitar la solución de su amigo y también gira, pero era tanta la tensión, que su cerebro se quedó en blanco y sus manos libres de órdenes, y dobló el volante hacia la izquierda, hacia la dirección de las temidas aguas, quien sabe si acaso esto también lo quiso nuestro misericordioso Señor. Cae con dolor sobre la tierra y, sin gozar siquiera de la posibilidad de evitarlo, su breve cuerpo da un bote y termina por precipitarse río abajo, mientras el otro muchacho se acerca tardíamente a la frontera de la desgracia, gritando.
Y grita de nuevo el nombre del viejo, desde detrás de la puerta, pero no hay respuesta desde el interior. Se encuentra bien, pregunta la linda muchacha, ahora, con la voz de la desesperación, ésa que coge las palabras y las sube a un casi insoportable tono agudo. El caballero vuelve al presente, ustedes comprenden que jamás huyó de su habitación, no viajó en el tiempo, la mente, como sabemos, controla todo lo demás y, de vez en cuando, se da estas licencias de dejar el cuerpo abandonado a su suerte mientras va a pasear entre el laberinto de los recuerdos. El viejo se levanta, camina tambaleando y abre la puerta, Todo está bien, señorita, calma. La joven chequea con una mirada general todo el cuarto, pese al llamado a la tranquilidad que ha hecho su paciente, debe cerciorarse de que no haya problemas, así se lo han enseñado y así lo practica. Es hora de su paseo, pero no ha desayunado, No importa, no tengo hambre, vamos, Su bastón está en la alfombra, se ha caído, Lo sé, lo sé, gruñe el viejo, contrariado, a nadie le place que le recuerden lo único que, con certeza, sabe. La chica se abanica el rostro con una mano y comenta, Qué calor, por Dios, cómo no se ahoga aquí dentro.
El niño de la bicicleta nueva lucha contra el torrente, pero es imposible, el caudal lo arrastra a gran velocidad y sólo logra agitar frenéticamente los brazos mientras su cuerpo se hunde y emerge una y otra vez, como si algo o alguien, desde dentro del río, lo cogiera de los pies y lo subiera y bajara a discreción. En lo alto, sobre tierra firme, el otro muchacho corre, gritando, Trata de nadar, trata de nadar. Piensa lanzarse a rescatarlo, así lo manda el instinto que enseña que debe protegerse a los amigos, estar con ellos en las buenas y en las malas, como páginas atrás se recordó, aunque también debiéramos incluir la categoría de las terribles, como ocurre acá sin duda, para ampliar el espectro de situaciones a las cuales extender nuestra mano solidaria. Pero, así como el nogal es aclamado por su belleza, el río es reconocido y temido por su peligrosidad, sólo un adulto o un experto nadador podría enfrentarlo con éxito, el muchacho sabe muy bien que, de lanzarse, serían dos y no uno a punto de ahogarse. No le queda más remedio que recurrir a la última opción, la que, quizás por ego, suele dejarse para el final, para tomarla sólo cuando se hayan agotado todos nuestros recursos. Y ésa es clamar por auxilio en todas las direcciones, y aquí viene ya, Ayuda, por favor, ayuda. El pobre muchacho cada vez se ve menos, pasa más bajo el agua que fuera de ella, los gritos de su amigo son sonidos apenas audibles para él, tiene los oídos, la nariz, los ojos y la boca llenos de agua. De pronto, logra asomar toda la cabeza y, por un minuto, todo parece detenerse de nuevo, tal como en el reciente abrazo y las lágrimas con el padre, como si a la cinta de video del mundo le apretaran el botón de la pausa, como si los mismos relojes de antes se dijeran, Paren otra vez, miraran hacia arriba y concluyeran diciendo, Dios. El niño del río contempla el cielo, está muy nublado, pareciera haberse enfermado de nubes, y volando muy despacio, un par de metros más arriba, con una suavidad y tranquilidad casi mágicas, que limitan con lo imposible, se desliza por los aires una hoja muerta de otoño que, lentamente, se torna borrosa, color de agua, junto con todo lo demás, a medida que el niño de la bicicleta nueva se sumerge, abatido al fin. El otro chico sigue corriendo, pero ahora los gritos de ayuda son reemplazados por un llanto amargo, abundante, eterno, como si se hubiera decidido a llorar, de una sola vez, la tristeza presente y futura. Acaba por detenerse y caer arrodillado sobre la tierra seca, manos cubriendo el rostro, no siente el dolor de la rodilla accidentada, la herida que nace ahora la opaca y se lleva todo el aire a los pulmones para seguir llorándola. El instinto de competencia se hace el desentendido, como jugador de fútbol que bota a un rival y levanta los brazos, sin reconocer la falta, y le aclara, Yo sólo te sugerí la idea, tú la tomaste y llevaste lejos. En ese momento, el pequeño escucha unos ruidos, que poco a poco van tomando cuerpo de palabras, hasta que divisa a un campesino que viene corriendo hacia él, gritando, Qué pasa, qué pasa.
El viejo sale del cuarto y empieza a caminar por el pasillo, moviendo el bastón de un lado a otro, de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, tocando suavemente el piso para guiarse, tanteando el terreno que viene, como hacen todos los ciegos, el campesino no demoró en lanzarse al agua, y el viejo sigue avanzando. Para fortuna de todos, logró rescatar al pequeño y liberarlo del yugo del torrentoso caudal. Pero habían sido ya muchos minutos sumergido, bien sabemos todos que, de tragedias como aquéllas, alguna nefasta secuela, la mayor de las veces física, nos esperará, oculta, sigilosa, cuando despertemos y demos gracias por la fortuna de poder seguir intentándolo.
Cuando el viejo y la enfermera llegan al patio, la muchacha esboza una sonrisa, alegre por esta radiante y calurosa mañana de primavera, por los colores preciosos de sus flores, inimitables para cualquier pintor, y por el azul intenso que domina el cielo y comenta, Qué lindo día, olvidando, de momento, la condición del paciente al que acompañaba, el cual, obviamente, no puede continuar la línea de esa conversación. No puede decir, por ejemplo, Sí, es un día maravilloso, o, Tiene razón, qué nubes más bellas, parecen algodones flotantes, ni nada similar. Sin lugar a equívocos, ha sido un tremendo e imperdonable desatino de su parte. En lugar de cualquiera de estas respuestas, el viejo afirma, muy serio, Cuando todo se te torna oscuro, cuando todo se reduce a míseras cenizas de lo que fue, tienes que hacer lo posible por atesorar ese último paisaje, ese último extracto de mundo que tiñó tus ojos y conservarlo en tu mente para vivir en él por el resto de tus días, sin importar si hay sol o luna, día o noche, calor o frío, pobreza o riqueza, amor u odio, ya no importa. Para ti, es lo último que te regalaron los ojos. Si lo recuerdas siempre, puedes sentir que aún existes, si lo olvidas, jamás habrá un sitio para ti. La enfermera quiere, dicho en términos vulgares, que la tierra se abra y que se la trague, Cómo es posible que haya dicho tamaña estupidez, piensa, recriminándose. Cuando comienza a disculparse, el viejo apresura el paso para caminar solo, haciendo rebotar con suavidad el bastón contra el suelo de un lado a otro, como lo ha hecho, lo hace y lo hará hasta el fin de sus días, si la memoria no lo traiciona en el camino, aquí Dios ya no tiene interés en participar, su trabajo está hecho.
Dicen que cada persona es un mundo, y aquello nunca ha sido más cierto que ahora. Pues, si bien el viejo avanza, bajo un sol grosero y en medio de un inmejorable paisaje primaveral, en su interior, dentro de los límites físicos de su cuerpo, sigue viviendo y recordando ese día muy nublado, con las nubes colmando el cielo y la maravillosa hoja muerta de otoño, desplazándose con dulzura por los aires. Ése último paisaje, esa última fotografía, esa última imagen… ese instante.
J.O.O.
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