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Era una de esas primaveras memorables, de película pensaba Federico, de esas que uno ve en pinturas y osa quedarse unos momentos más a disfrutar de ese ambiente, como pidiendo a gritos, pero en silencio, poder estar allí. Adentrarse en la pintura, conseguir vivir por siempre en ese momento. Porqué no, vivir una y otra vez la maravillosa estación, la primavera, donde los adjetivos florecen, el amor flota en el aire, como si realmente pudiésemos verlo, y lo sentimos, el amor está allí con nosotros. Santiago, pintor de sangre, sentía mucho el hecho de vivir para siempre en uno de esos momentos. En realidad lo había intentado retratando todo tipo de primaveras; en un bosque, con tonalidad anaranjada, en el horizonte de un mar, de un profundo mar, donde los rayos dulces del sol tiñen tímidamente partes del agua. Pero él logra mostrarnos como los rayos ondulan al sentido del mar, se mueven, mientras que el sonido nos llega de lejos, pero está cerca, ahí, frente a nosotros. Santiago logra eso. Es sensible, dice la madre, pero seguro lo sacó del viejo, él también pintaba, pero Dios se lo llevó una primavera del 77, qué chico era Santiaguito, no entendía nada. Aunque viendo sus pinturas, su amor por la estación, su afán por retratar la primavera se debía a una sola cuestión. Aquella primavera del 77 Santiago tenía 10 años, cuando varios hombres irrumpieron cerca de la medianoche, para no volver nunca jamás; pero el padre corrió la misma suerte. Lo llevamos a dar unas vueltas dijeron, en unas horas lo devolvemos doña, tratándola con un candidez extraña. Pero no volvió, aunque las primaveras pasaron una tras otra. Sólo cambiaron los bosques, los mares, tal vez las plazas, pero no volvió. Lo lleva en la sangre, eso de pintar, lo lleva en la sangre, si el viejo pintaba poemas, recordaba la madre. |
Texto agregado el 30-07-2003, y leído por 226 visitantes. (0 votos)
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