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Inicio / Cuenteros Locales / La_Columna / En la Columna Epistolar: Carta de Mena...

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"Me dejé tentar por el género epistolar..." Así comienza la colaboración que esta vez nos hizo llegar nuestra amiga Mena; una carta cargada de imagenes, de recuerdos, de ilusiones... ¿Y para qué decirles más? mejor les recomiendo que la lean. Y ya lo saben, esta columna de los miércoles sigue esperando su particpación. (Borarje)



Sarita.

Debo decirte que desperté esta mañana pensando que hacía tanto tiempo que no tenía noticias tuyas, y que era necesario que te enviara urgentemente esta misiva. Hay días así, días en que nos despertamos sobresaltados, un poco o muy angustiados, depende, pienso, del carácter que nos es propio a cada cual. Y aquí me tienes, con unos deseos inmensos, grandotes, gigantescos de comunicarme contigo.
Sé que la vida y su correr como las aguas de un río, nos ha separado. ¡Qué ironía! A las dos que no nos separábamos ni para ir a hacer nuestras necesidades más íntimas ¿Te acuerdas? Y como el teléfono, en aquellos tiempos, no estaba a nuestro alcance, pues era urgente que nos viéramos cada vez que nos encontrábamos en la escuela, saliendo de las aulas, o corriendo a buscar el pan, o el cuarto litro de aceite, para lo que yo siempre era voluntaria de antemano ( y con gran desconfianza de la abuela, que ya me sabía en edad de llamar la atención “a los chiquillos del barrio), en lo cual se equivocaba rotundamente, tú y yo lo sabemos, sí, claro que lo sabemos. La urgencia era otra, era una urgencia de confidencias de chiquillas. De confiarnos mutuamente nuestros anhelos, nuestros sueños y certitudes que no lo eran, si no más bien interrogaciones, que terminaban por transformarse en verdaderos misterios, y gozábamos con ello. El creer, el interpretar, el descubrir lo que creíamos ser las únicas en poseer. Esos misterios que queríamos que siguieran siendo insondables. El despertarse una mañana inundada de sol con una alegría adentro, que sonaba a campanadas de Año Nuevo. El adormecerse por las noches, con unas ganas locas de llorar, sin razón, “porque soy más tonta que tú” o “porque soy la más fea del instituto”, o “porque nadie me quiere”.
Así éramos de pequeñas. Con las realidades de la vida suspendidas encima de nuestras cabezas, y que eran cosas irreales, considerándolas como espejismos que solían achacar a los viejos, a los adultos; pensando, confiando en la seguridad que nosotras escaparíamos a esa enfermedad extraña y despreciable, la de ser mayores. Así vivimos una parte de nuestra adolescencia, hasta que llegó el extranjero aquel, que habíamos ignorado por tanto tiempo: el amor.
Aquel forastero, que por lo tanto sabíamos que existía y al que nunca habíamos prestado atención alguna, vino de repente a golpear a tu puerta, al menos que haya sido a la mía. Bueno, no recuerdo muy bien, con cual de las dos puertas se topó primero, pero tú y yo sabemos, que cuando golpeó a una de ellas, es como si hubiese tocado a las dos. Tocó y entró sin pedir permiso. Llegó sin que lo hubiesen invitado, se sentó en el medio del salón y desde ahí no hubo forma de expulsarlo. Se instaló definitivamente después de haberse disfrazado en diferentes oficios de civil, hasta que cambió el sombrero de felpa por la gorra de capitán. Y empezamos a darnos cuenta que no habíamos podido hacerle el quite a lo ineluctable, que pese a nuestra valentía y aparente soltura, sufrimos el contagio de lo que más habíamos temido antes: la enfermedad de volvernos mayores.
Y aquella enfermedad nos dejó su primera huella estampada en el corazón, como sólo suelen quedar estampadas las marcas del sarampión en algunos rostros juveniles. La punzada dolorosa, el primer desgarramiento del adiós, o el de un “hasta pronto”, que ambas sabíamos incierto.
Y empezó el segundo ciclo de nuestras vidas. Con sus dichas, penas y sinsabores.
Mi barco zarpó un día, pero tú no te hallabas en el muelle para despedirme, tal como yo lo había hecho contigo de cuando tu viaje hacia un lejano e ignorado país. Y durante mucho tiempo sentí rencor por tu ausencia. Me sentí ignorada, olvidada, traicionada. La enfermedad de ser mayor, había hecho crecer en mí una suerte de tumor ácido, con envoltorio de amargura y desencanto. Me costó mucho olvidar el espacio vacío que había dejado tu ausencia en el muelle. Pero había algo más urgente que me solicitó durante días, semanas, meses, años enteros. El aprender un idioma, una cultura, un modo de vivir diferente a aquel que ambas habíamos conocido. Mi barco había zarpado para llegar al otro lado del mundo. Allá adonde todo anda al revés. Donde nuestra primavera se viste con las hojas amarillentas del otoño, el verano está cubierto de copos de nieve ; diciembre y julio deben traducirse para que tengan su expresión propia y especial. Y yo también cambié. Cambié de nombre y de aspecto y hasta a veces me pregunto si también mi modo de sentir y mis recuerdos han cambiado. No lo sé.
Lo único que sé, Sarita, y es de lo único que estoy segura en esta mañana de invierno en que te escribo, es que me levanté con unas ganas enormes, grandotas, pantagruélicas de comunicarme contigo.

Tu amiga de siempre y para siempre.

Mena

Texto agregado el 02-03-2005, y leído por 223 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
06-03-2005 Amiga, como siempre, me impactas con tus textos. "El extranjero aquel..." que bunea imagen! Gracia, amiga, por compartir el texto. Máximo islero
03-03-2005 Me gustó¡¡¡¡ Un beso monilili
02-03-2005 Qué lindo es saber que todos los miércoles podemos leer una carta ¡Una carta! Para no perder la esperanza ¿Verdad? Dejo una estela de estrellas para Sarita, para ti y ¡cómo no! para Borarje, para que las vaya guardando en la cajita de cartón, junto con las cartas. Besos maravillas
 
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