María Angélica despertó esa madrugada sobresaltada, mucho antes que fuera la hora en la que solía levantarse. Sintió como si alguien, una voz amiga, desde el fondo de sus sueños, le hubiera indicado que ya era el tiempo.
Abrió apenas los ojos un ratito después, para comprobar que el dormitorio no solo estaba envuelto en la oscuridad, sino que su silencio era únicamente cortado por el manso ronquido de Genaro, al otro lado de la cama. ¿Es posible, acaso - se preguntó todavía somnolienta - que el tiempo haya pasado tan rápido, como una ráfaga de viento otoñal, como una estrella fugaz? ¿Cómo he podido no darme cuenta, justamente yo, que me he pasado la vida contando el tiempo?
Se sentó en la ancha cama, con la modorra del sueño aferrada a sus antiguos huesos. Sin encender la luz miró a Genaro. Creyó adivinar unos escasos mechones de cabello blanquecino cruzando desordenadamente la calva, hundida en la almohada. Duerme como un niño - pensó.
Tomó sigilosamente el rosario que estaba sobre su mesita de luz, salmodió entre susurros unos padrenuestros y algunos avemarías, costumbre que tenía desde que le asistía la memoria, y con el último amén lo guardó en el cajón, por primera vez en más de cincuenta años de matrimonio.
Se levantó. En la habitación hacía frío, pero ella no lo sintió demasiado. Se puso un saquito de lana marrón, pasó un momento por el baño y luego por la cocina, para calentar un poco de agua. Su cuerpo, pequeño y frágil en apariencia, le exigía, aunque no fuera más que por piedad, un té caliente, como para intentar despertar del todo.
Mientras esperaba que el agua hirviera, caminó hasta la sala, también a oscuras, y corrió un poco la cortina. Las amarillentas luces de la avenida invadieron la sala, como invitados no gratos. Los edificios parecían ser monstruos de otra época, dinosaurios que vinieron a morir ahí. Por la avenida pasaba un madrugador ómnibus, pero ella no pudo distinguir pasajeros en él. La plaza estaba desierta. El vendedor de revistas todavía no había llegado para abrir su quiosco. Una ventisca helada, que provenía quizás de la bahía, cruzó la plaza, levantando la hojarasca y la basura.
Luego de tomar el té y sentir que el alma volvía al cuerpo, se vistió. Su escuálida figura quedó en un momento envuelta en lanas. Cuando terminó, desde la puerta del dormitorio envió un beso a Genaro con sus huesudos dedos, y él lo recibió plácidamente, entre un ronquido y otro. Dejando la casa a oscuras, miró en derredor suyo, sin prisas, con un dejo de nostalgias en la mirada acuosa. Luego, con un ademán de su mano espantó de sí sus memorias y cerró la puerta sin apenas hacer ruido, para no despertar al durmiente.
El antiguo ascensor de hierro forjado tardó una eternidad - como era su costumbre - en llegar hasta el octavo piso. Una vez ahí, condujo a su pasajera con su lento y tierno traquetear hasta la planta baja. No le pudo advertir que uno de sus guantes se deslizó de su mano y quedó durmiendo sobre el piso, ni que el otro decidió hacer lo propio entre dos escalones de mármol gastados, junto a la puerta de la calle.
La madrugada la recibió con su gélido abrazo; un saludo muy poco cordial. Ella siempre sintió que el invierno no era la estación más amable. Pero, aunque no se percató de ello, por primera vez sus huesos no tiritaron, ni se preocupó visiblemente por su gorra de lana, que calló al pavimento empujada por una ráfaga de viento.
Cruzó la plaza en diagonal y tomó por una calle poco iluminada que corta la avenida. Muy pocos autos circulaban a esa hora, y ciertamente era poca la gente que había despertado. Un perro flaco vió pasar a María Angélica a su lado, con pasitos cortos y firmes, en dirección al sur. Su saco largo de franela gruesa y oscura se descolgó con facilidad de sus frágiles hombros, y el perro lo husmeó hasta decidirse adoptarlo como cama.
Cuando sus pasos la llevaron delante del almacén del Paco, recordó que debía haber comprado leche y frutas. Quizás un poco de fideos, pensó. Pero al ver que todavía estaba cerrado, se despreocupó, dejando al descuido un saquito de lana marrón junto a la puerta del almacén, como una tarjeta de visita.
Las cuadras se estaban haciendo largas, pero a pesar del frío, María Angélica se deshojaba como un árbol en otoño, poco a poco y con mucha elegancia, tal y como había vivido. Atrás, sobre la calle, junto al basural de la esquina, quedaron sus zapatos y las medias confundidos con las bolsas de residuos abiertas y deshechas por los perros y los vagabundos. Más adelante, la falda oscura, la camisa de seda, una bufanda de lana que le regaló su única nieta antes de viajar.
Pasaron algunos minutos y llegó a la rambla costanera. Al cruzar la calle y ponerse a caminar por la vereda con pasitos cada vez más rápidos y nerviosos, dejó los últimos resquicios de su ropa interior. Las olas del río enmarejado chocaban contra el murallón, levantando una espuma amarronada y salpicando la escurrida figura de la mujer, sin que ella se preocupara.
Caminó no más de treinta pasos, cruzó los brazos sobre el escuálido pecho y esperó. El cielo estaba todavía encapotado, vestido de un gris muy oscuro que presagiaba la inminencia del agua helada. Sin embargo, sobre el horizonte, donde se funde en uno con el río, dejó un pequeño espacio abierto, lo justo para que el naciente sol pudiera infiltrar algunos rayos, recordando que él nunca está ausente.
La luz traspasó la débil niebla y coloreó con fingida timidez el cuerpo de María Angélica. Por un instante que se encaprichó en ser largo, un temblor, más de emoción y de recuerdos que de frío, la sacudió vivamente. Se transportó como por arte de un hechizo a aquella lejana noche, en la que una voz masculina le arrancó lágrimas con las palabras de Lorca, sin que Genaro jamás pudiera explicarse el porqué.
De pronto, esa voz, profunda y familiar, como salida de la misma niebla, la sobresaltó. Hola, María Angélica. ¿Hace mucho que me estás esperando?, escuchó junto a su oído. Se dio vuelta y ahí estaba parado junto a ella, jovial, alto, con un finito bigote marcando los labios, el pelo negro y ondulado, igual que la última vez que lo había visto.
Le costó reponerse a la sorpresa, pero su mirada recobró una alegría que creía olvidada. No, recién llegué, contestó. Te he esperado cincuenta y tres años; unos minutos más no me iban a malhumorar. Durante un largo minuto se observaron con curiosidad, recobrando el tiempo perdido. En el fondo de los oscuros ojos masculinos, ella creyó ver todavía los reflejos del naciente sol; él, a la mujer que era y había sido.
María Angélica intentó en vano contener una lágrima que se resbaló por el rostro zurcado por los años y con mucha coquetería lo tomó por el brazo, invitándolo a caminar junto a ella por la vereda salpicada de agua. Ya es tiempo, ¿no es verdad?, murmuró. Sí, contestó él. A propósito, ¿no sientes un poco de frío? Ella había olvidado que su humanidad se encontraba a la intemperie y rió con alegría, arrugando su cara con miles de pliegues. Así vine al mundo, contestó, y así me quiero ir. En ese instante sintió que el frío más absoluto la invadía y que ella podía pasar libremente a través de sus poros.
Un pescador madrugador la vió de lejos, recostada sobre la vereda contra el murallón. Cuando se acercó, alarmado, contempló con morbosa curiosidad sus septuagenarios huesos, cubiertos con muy pocos músculos y mucha piel ajada, agrietada, azulada por el frío y la falta de vida. También vió una mueca en sus casi invisibles labios, que no supo definir como de sorpresa o de felicidad. Incluso podía ser de ambas cosas.
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