Solo era un hombre normal, aunque, quizás lo mejor sería decir que lo había sido, porque ahora, en el momento que nos ocupa, su vida, su aspecto y sobre todo su mundo habían cambiado mucho. Todo empezó hace ya unos años, Juan joven trabajador del campo vivía con su esposa María en un partidito alquilado de dos habitaciones y compartía cocina y retrete con el resto de los vecinos del inmueble, una casa grande con patio y paredes desconchadas y viejas que no lograban endulzar tantas y tantas manos de cal como las vecinas, en primavera, y antes de la feria, se empeñaban en dar a las claras del día. Juan no comprendía esa obsesión por la limpieza y la blancura pero se alegraba cuando en la tarde, harto de una dura jornada de remolacha, pipas, o lo que hubiera en el campo, encontraba a María en animosa conversación con las vecinas en ese inmaculado patio repleto de geranios, jazmines y helechos. Una tarde Juan empezó a sentirse atraído de una forma casi obsesiva por el castillo, bueno las ruinas que aún resistían el paso de los siglos en lo alto del cerro, unas pobres piedras que casi no se sostenían unas a otras y que dejaban pasar lentamente su tiempo contemplando tristes las tibias puestas de sol de la bahía o las misteriosas tierras del continente africano. Cada tarde Juan dirigía su mirada al castillo buscando desde la distancia una respuesta, se ponía nervioso, un sudor frío impregnaba su piel y una voz interior le impelía a salir a la empedrada calle, a subir las empinadas cuestas, sin mirar atrás, sin saludar a sus vecinos, como si no existiera nada ni nadie a su alrededor, solo un ciego pensamiento en su mente que cual delirio febril lo llevaba en volandas hacia el castillo, donde trás llegar tomaba fuertes bocanadas de aire hasta que al fin hallaba una profunda sensación de paz y bienestar. Allí las horas estaban muertas, miraba al cielo, a las estrellas, sentía el frio aliento de la dulce noche en sus mejillas, capaz incluso de percibir el lento y pesado movimiento del mundo. Juan conseguía un profundo estado de extasis, una compenetración total con aquel sereno paraje, llegaba a tal simbiosis con ese extraño ambiente que en su interior, en lo profundo de su alma captaba la poderosa energía cósmica que allí y de una manera especial se concentraba. Aquello que le ocurría no tenía una explicación racional, nunca nadie le había referido una experiencia parecida y aunque aquel estado de abandono, de éxtasis cuasi pecaminoso le proporcionaba un enorme placer y deleite no dejaba de perturbarle y de producirle cierto desasosiego. Si en la mañana se repetía a sí mismo que ya no subiría más, al caer la tarde sentía de nuevo una mayor e irrefrenable necesidad de dirigirse al castillo para encontrar ese estado de profunda felicidad y nutrirse de aquella inagotable fuente de energía. Poco a poco su aspecto fue cambiando, se veía más gordo, más grande, más fuerte; se sentía pleno de vida, una felicidad inmensa y un profundo sentimiento de amor emanaban de su cuerpo. Juan no necesitaba comida, ni tan siquiera agua, por si solo ese generoso poder que parecía manar de las entrañas de la tierra no solo era capaz de mantenerlo vivo sino que le hacía cada vez más y más grande. Hubo un momento que nuestro Juan se sintió tan inmenso que no quiso volver a casa con su familia, temía que su esposa, sus vecinos, no comprendieran aquel maravilloso cambio que se estaba ejerciendo en su cuerpo y quisieran internarle en un psiquiátrico privándole de la felicidad que se le ofrecía gratuitamente en aquel lugar. Y allí decidió quedarse, busco entre las cuevas un nuevo hogar y cual solitario ermitaño encontró en aquel cerro un nuevo mundo por descubrir, una nueva vida plena de amor y de verdad. En las cenicientas tardes de otoño, en las tibias noches de primavera nuestro amigo subía al pedregal más alto del castillo y en la roca que cual vigía domina aquellas alturas se entregaba a observar el infinito, a acompañar al sol en su huida, a sonreir a las estrellas que volvían, y se sumía en una tierna y profunda unión con el planeta, capturando aquellos rayos de vida que solo él podía entender. Uno de tantos días se sintió solo, en su interior, de pronto, apareció una fuerte necesidad de compartir aquel secreto con alguien, pero cuán complicado sería hacerse entender. No tuvo que esperar mucho ya que el destino le hizo conocer aquella misma noche al espíritu blanco de la torre junto a la iglesia, aquel ser que vagaba eternamente sin rumbo por los alrededores del castillo, de la iglesia, contemplando impávido esa vida que ya no vivía, no sentía tristeza, tampoco alegría. Fue una noche envuelta en esa densa niebla londinense que suele cubrir la ciudad en las tristes noches de invierno, se encontraron frente a frente sin querer mirarse y pronto comprendieron que algo les había unido para siempre. Ella le contó como había sido su vida, lo bella e importante que llegó a ser en aquellos tiempos de guerras e insidias, de cómo unos hombres en nombre de Dios la habían emparedado sin piedad en aquella fría torre, le contó cuanto había presenciado a lo largo de tantos años de vagar por la ciudad, guerras, engaños, fiestas y hambre, mucha hambre; todo aquello pasó suavemente ante sus ojos en los largos paseos que daba por la ciudad viviendo la lenta agonía de una inmensa soledad, sin pena, sin alegría. Juan compartió al fin su secreto con alguien y el gigante y el espíritu blanco llegaron a estar tan unidos que en aquellas noches de densa niebla se les veía pasear por las desiertas calles cual dos enamorados, el tan grande, ella tan blanca. Tanto amor había en el gigante, tan pleno estaba de esa energía que se le derramaba por las calles del pueblo en su nocturno vagar que en la mañana cuando las gentes empiezan a vivir se llenaban de ella sin ni siquiera saberlo. Juan a veces se quedaba un ratito en la puerta de los que sufrían para que su amor les aliviara y acompañaba unos pasos a los que abandonaban este mundo para que no se sintieran solos en ese último viaje. Daba gusto ver a aquella extraña pareja cuando con los primeros rayos del sol se encaminaban lentamente cogidos de la mano al castillo para volver a llenarse de amor, para recogerse en la intimidad de su cueva y disfrutar el uno del otro en total armonía.Ay, pero una fría noche de invierno una vieja insomne que esperaba en su balcón el retorno de algún enamorado les vio subir por la cuesta Mariperez. Chocherías de vieja, dijeron los vecinos, pero se sintieron intranquilos, un gigante deambulando en las noches de nuestro tranquilo y prospero pueblo, se llevará a nuestros niños, nos matará uno a uno y el miedo invadió sus almas y sus mentes. Se reunieron para buscarle, los guardias, los vecinos con perros, con armas, cargados de violencia, de ganas de matar, de miedo... El gigante y el espíritu blanco de la torre los vieron desde su santuario en el castillo, subían gritando, ciegos de ira. La noche empezaba a extender su oscuro manto por la ladera que traía el olor y los gritos de aquellos energúmenos y Juan no tuvo más remedio que huir, abandonar su hogar, su compañera, su recién encontrado nuevo mundo. Acompañó al espíritu blanco a su torre, ninguna palabra pudo salir de sus bocas, solo en su mirada y por la poderosa energía que manaba de su pecho ella pudo saber cuanto la amaba. Y sin mirar atrás él huyo, corrió por los campos sembrados de trigo derramando sus lagrimas, su amor entre las espigas, y se escondió en la sierra. Allí pasearía por los pinsapos, los quejigos, pero sin su amada. Ella desde su fría torre le vio partir abrazado a la noche. Contemplo durante rato como se perdía su gigantesca figura, sin pena, sin alegría. Y continuo vagando por las calles vacías sintiendo de nuevo el solitario aliento de su lenta agonía. Aquella mañana en las calles, cuando las gentes empiezan a sentir la vida, no encontraron el amor y la energía que Juan les había regalado y se sintieron vacíos, muy vacíos. Y tanta energía empezó a concentrarse en el castillo que estalló en un poderoso viento que dieron en llamar Levante que aunque trastornaba el cuerpo y la mente de aquellas pobres gentes repartía por las calles del pueblo el amor y la energía de Juan para quién los quisiera aceptar. |