El mediocre músico se dirigía a lo de su prometida.
Bajo sus brazos llevaba una nueva partitura, la cual estaba destinada a engrosar una mediocre ópera cuyo nombre era “Miguelius”.
Sus pasos se aceleraban por las ansias de mostrarle a su novia este nuevo despropósito, pero cuando finalmente llegó a su destino fue recibido por una escena espantosa: el cuerpo de ella estaba desparramado grotescamente en el suelo y un charco de sangre semejaba una aureola.
Los papeles de su obra cayeron haciendo un abanico al lado de la mujer.
De todas las reacciones que se pueden esperar en estos casos, la de él fue quizás el más hermoso tributo que haya recibido alguien en su muerte: tomó unas hojas en blanco y, sentándose a la mesa, empezó a escribir un aria. Su mejor obra, que nacía ahí en un capricho de los númenes.
Las notas surgían junto a su llanto, pero las lágrimas no nublaban su vista. Estas se desprendían de sus ojos cerrados.
Más que escribir, acariciaba al papel. Lo hacía como ya nunca podría hacerlo con ella.
La música se podía adivinar en el ambiente. El aria llegaba a su clímax y se descubrió feliz. Sus lágrimas ya se habían secado.
A sus espaldas un ¿milagro? se gestaba. La mujer se incorporó. Miró a su novio y se acercó a él. Tuvo que golpearlo cuatro veces en los hombros para que se diera vuelta.
Al verla, él no se asustó. Pensó que ella había vuelto convertida en ánima para agradecerle su maravilloso homenaje, pero al ver que estaba realmente viva sintió terror… y rabia. ¿Qué hacía ahí arruinando todo con su vida?
La pobre mujer murió desconociendo a la criatura que la golpeaba.
Una vez finalizado el horror, el artista se avino a terminar su obra, pero una mano anónima ya lo había hecho por él.
La leyó y vio que era perfecta. Toda la miseria de su existencia estaba plasmada ahí y el final era la obvia condenación y fracaso. Sus sentimientos y su vida estaban en esas hojas de papel.
Hojas que cuando encontraron su cuerpo, nadie se ocupó en interpretar. Viendo de quien provenían, sin ser leídas fueron calificadas de mediocres y destruidas. Ellos no sabían que todos los días hay un momento en el que hasta el reloj sin cuerda, da la hora exacta.
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