Jack Pale no fue el pirata más temido pero sí el más temible de su época. Simplemente, no había leyenda tras de él. Sus embites eran tan terribles, rápidos y certeros que no dejaban testigos e incluso aquellos afortunados que sobrevivieron a alguno de sus ataques apenas podían explicar qué les había sucedido. Sus narraciones eran historias fantasmales, en las que un barco negro venido del mismo infierno surgía de la nada en mitad de la noche y, para cuando uno quería darse cuenta, las riquezas habían sido robadas, los compañeros degollados y el barco yacía en el fondo del mar formando arrecifes de coral.
Pale ofrecía sus servicios a la reina de Inglaterra pero nunca aceptó la patente de corso. No quería papeles. Éstos le ayudarán, le decían, en caso de encontrarse con un barco inglés. Pero él siempre respondía lo mismo. Si no quiero que me encuentren, no me encontrarán. Jack Pale era así. Aparecía y desaparecía a su antojo y nunca se detenía en ningún puerto más que el tiempo necesario para aprovisionar su barco y esconder sus tesoros. Cuando su bodega estaba llena acudía a algún lugar recóndito de sus dos océanos y marcaba una cruz más en su imaginario mapa del tesoro. Lo guardaba todo en su mente. De existir un registro escrito de su mapa, acaso un cuaderno de bitácora, la arqueología no sería hoy tal como la conocemos.
Sabemos poco de sus viajes, por lo tanto. Conocemos alguna de sus visitas a la Reina de Inglaterra, quién sabe si todas. Poseemos datos confusos, que lo sitúan un día en una bahía cubana y dos semanas después en la misma latitud en el océano opuesto. Hay historias que hablan de un barco negro y un capitán pálido como el yeso entre esquimales y tribus africanas, en Indonesia y en la península de Ontario que bien pudieran referirse a él. Todo es un misterio. Sus pasos, la estela de su barco, se pierden en las costas de Chile. Dicen que desembarcó por última vez junto a parte de su tripulación cerca del puerto de Maitencillo. Tres días después sus hombres regresaron al barco y dijeron que su capitán nunca regresaría. El barco zarpó envuelto en la tristeza. Una semana después fue abordado por un galeón inglés que no obtuvo respuesta a sus saludos. Lo que allí encontraron fue algo difícil de explicar. La tripulación era un montón de cadáveres desparramados por la cubierta, fallecidos debido a una enfermedad que no se pudo determinar. Los cadáveres, curiosamente, tenían buen aspecto. Su piel tenía buen color. No tenía el color de los muertos. Pero lo más curioso era la música. No quedaba nadie vivo en aquel barco, pero de las bodegas provenía un canto, apenas perceptible. Una milonga o una tarantela, dijeron, que antes del abordaje traía palabras sueltas. La milonga hablaba de Maitencillo, de una mujer. Nada más sabemos. En cuanto el primer marino británico puso un pie en el barco de Jack Pale, la canción cesó.
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