“Ojalá pudiera torcer la mano al destino”, reflexionaba cada vez que el dinero escaseaba. Aunque siempre creí que el destino en realidad no existía, cosa que comprobaría con el tiempo. Sólo el punto de partida de nuestra vida podía ser más o menos aventajado, pero el porvenir se debe construir día a día con la libertad para trabajar en las metas que cada cual se ha fijado. Era lo que mis “viejos” me habían enseñado en mis 20 años de edad y que en esencia compartía totalmente.
Eran los primeros rayos del sol de amanecer los que se filtraron por la ventana de la lúgubre habitación que me había cedido atrás de su casa, un amigo de un amigo, de un amigo de mi padre. Ese día martes creí que sería solo un día más en el calendario colgado atrás de la puerta. Y en cierta forma lo fue.
Estudiar lejos de casa era una empresa no menor para mi familia de clase media baja - como nos llaman a quienes vivimos al justo -, sin embargo, estaba dispuesto a pagar el precio. Me quedaba muy poca plata para esa última semana del mes y pedir a mis padres era una alternativa impensada más que por orgullo por resignada carencia. Lo peor que podría hacer sería desanimarme por lo que esa no era una opción a considerar.
Me fui a la sede luego de una fría ducha que terminó por despertarme. Preferí ahorrarme el sandwich y el café que acostumbraba comprar a la señora del almacén de la esquina. Era mejor dejar el dinero para las interminables fotocopias que tendría que sacar más tarde para el examen del viernes.
Una vez sentado al fondo de la micro que me llevaba al instituto, contemplaba meditabundo a la abuela que vende dulces, el joven discapacitado que pide una moneda, el niño que canta, los payasos que me entristecen y el oficinista malhumorado que golpea con fuerza la puerta trasera mitigando la rabia de un timbre que no suena. Un semáforo en rojo me hizo voltear hacia el vehículo detenido al lado. “Preciosura de auto”, pensé. La congestión y los bocinazos de esa hora de la mañana parecían no afectar el ánimo del señor que estaba frente al volante. En el asiento trasero se veía la impecable chaqueta de un terno oscuro. Tenía puesta una camisa alba con corte de moda y colleras, y una de esas corbatas estilo inglés de rayas azules y amarillas que se usan con nudo cuadrado, lo que me hizo un poco de gracia. En realidad era un señor elegante y su vehículo hacía juego con él. Lejos de sentir envidia o algo semejante, dada mi condición de austeridad, me alegré de las oportunidades que él tuvo y que claramente supo aprovechar. Todo eso pasaba por mi cabeza con esa sinceridad que sólo dan los pensamientos.
45 minutos después corría por los pasillos del instituto en dirección a la sala que me correspondía. La hora avanzó rápido y la clase debería estar a punto de comenzar. El profesor aún no llegaba y no lo haría hasta unos minutos más tarde tal como nos avisó Claudia, la secretaria de carrera. Ese día sabríamos los resultados del examen de informática. Esperaba con cautela una muy buena calificación de acuerdo a cómo me quemé las pestañas estudiando para esa prueba algunas noches antes. Es verdad que en general era buen alumno, pero cierto es también que las pocas veces que no me preparaba me iba bastante, bastante mal.
¡Ignacio, Ignacio! Me llamó desde el otro lado de la sala una voz suave y dulce que reconocí de inmediato.
Era Sofía. La niña más simple, carismática y hermosa que había visto nunca. Nos conocimos al comienzo de ese semestre al sentarnos juntos por casualidad. Le caía bien y frecuentemente nos ayudábamos en esas largas jornadas de estudio. Muchas veces me preguntaba a mí mismo si alguna vez me miraría con otros ojos, o sea, algo más que “buenos amigos”, como solía decir cuando nuestros compañeros y amigos averiguaban sobre nosotros. Desde mi punto de vista la amistad entre hombres y mujeres no es posible aunque, con sentimientos de culpa por dentro, le hice creer lo contrario para no quedar en evidencia. Sus ojos claros eran tan transparentes que parecía desnudarme cuando unía su mirada con la mía al hablar. En ocasiones, me sonrojaba y cuando eso ocurría ella me decía con voz melosa: “qué tierno”. ¿Qué quiere decir con eso? Era la interrogante que pululaba en mi mente. Ese es un idioma indecifrable para un hombre, o para mí al menos. Querrá decir: “¡Me gustas demasiado! ¿Qué esperas para dar el siguiente paso?”. O tal vez: “Con esa actitud tímida no vas a llegar a ninguna parte…” En fin, misterios sin resolver.
El profesor sólo dio las notas del examen y no hizo clases. ¡Felicitaciones! Me decía Sofía mientras me abrazaba y saltaba con alegría por tener la mejor calificación del curso. En ese momento casualmente nuestros labios se rozaron. Por supuesto me sonrojé. Nos miramos unos instantes con actitud cómplice y una sonrisa estática esbozada en nuestros rostros. Luego caminamos en silencio tomados de la mano. Entre bits, bytes y Sofía en mi cabeza, fuimos a sacar las fotocopias del documento que nos entregó Claudia para el examen del próximo Viernes.
Aquel día tuve por primera vez en mucho tiempo un sentimiento de paz y gratitud. Sabía que podía enfrentar al mundo con mi juventud y mi bendita perseverancia, tal como un salmón dorado contra la corriente. No sería fácil, pero podía hacerlo y lo más importante: había decidido hacerlo.- |