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LA PARADA


Dos semanas más tarde, John había vuelto a aquella misma parada en la que entonces su vida había perdido todo sentido. No sabía exactamente que era lo que le había empujado a volver a aquel viejo pozo de recuerdos, aquel hogar de viejos fantasmas que aún merodeaban por su vida.
Dos semanas antes, la especialmente fría y oscura noche de aquel maldito sábado de lluvia y tristezas, observó como ella se había subido a uno de aquellos taxis que ahora observaba con melancolía, y había desaparecido de su vida para siempre, llevándose con ella la única posesión que alguna vez él pudo poseer: su alma.
Y ahora volvía allí en busca de una pista para encarar su destino con seguridad, de un destello que pudiera orientar su vida de nuevo.
Se sentó en uno de los viejos bancos de madera de la plazuela contigua a la parada. Sacó su paquete de cigarrillos, confesor de todas sus penas, de uno de sus inmensos bolsillos, y se llevó uno de los cigarrillos a la boca. Le encantaba el tabaco. Le resultaba irónicamente similar a su vida. “Gastas tu dinero en uno de estos paquetes, lo disfrutas en el momento, y cuando te das cuenta no tienes más que humo diluyéndose a tu alrededor. Todo en lo que has invertido no ha sido otra cosa que humo que, al igual que tus sueños y esperanzas, se diluye a medida que pasa el tiempo” solía decir.
Encendió el cigarrillo y volvió a observar aquella maldita parada a través de las oscuras gafas de sol que defendían la intimidad de sus ojos, aún rojos y doloridos por el llanto, aún vacíos por la ausencia de esperanzas, aún perdidos por la falta de su imagen al lado de la de él.
Cerró los ojos y comenzó a escuchar los recuerdos que comenzaban a saltar a sus oídos. Oyó las risas ocultas tras el polvo del pasado, las anécdotas desgastadas por el tiempo, los lamentos de las muchas noches sin dormir velando su ausencia acallados por el peso de las horas, las primeras lágrimas derramadas evaporadas ya en el árido desierto del presente... Los fantasmas volvían a él, y le impedían poder pensar en algo que no fuera el final de los únicos momentos de gloria y felicidad que había logrado disfrutar en su vida.
Se llevó la mano a la oreja y notó en ella el frío tacto de un objeto extraño hasta hacía pocos días insertado en ella. ¿Por qué había llegado hasta allí aquel pendiente? Sus labios ni siquiera se molestaron en articular palabras para responder a aquella pregunta. La respuesta era terriblemente evidente.
La noche comenzaba a caer, y una fina capa de lluvia invadió la ciudad, como lanzando atrás en el tiempo al dolorido John, devolviéndolo a aquel terrible sábado.
“Lo siento”. Aquellas palabras volvían de nuevo a su cabeza. Se estrellaban una y otra vez contra las paredes de su cráneo, impidiéndole descansar. Se paseaban por sus venas, envenenando su corazón y marchitando su vida. Se clavaban en sus oídos, inundaban sus ojos.
Encendió un nuevo cigarrillo, exhaló una gran bocanada de humo y musitó involuntariamente aquellas palabras: “Lo siento”.
Las primeras luces comenzaron a encenderse, y el agua ya había atravesado todas las capas de ropa que llevaba encima, inundándole el alma, ahogando sus pulmones, entumeciendo cada uno de sus ya doloridos huesos. Comenzaba a ser tarde.
Una chica se acercó. John levantó la cabeza y observó la preciosa figura que se presentaba ante él. Sus cabellos rojizos caían sobre sus hombros de manera cadenciosa con cada movimiento que hacía. Sus ojos brillaban con un precioso tono azul, y su sonrisa delataba la presencia de todos y cada uno de sus dientes.
“Perdona. Te he visto ahí sentado durante mucho tiempo. Me estaba preguntando si esperabas a alguien” dijo con una preciosa voz.
John se levantó y la observó por unos segundos más. Era preciosa, realmente lo era. Intentó sonreír sin mucho éxito, logrando forzar una extraña mueca con las comisuras de sus labios. Al final consiguió articular unas palabras.
“No, creo que ya no”
Después se despidió cortésmente, aunque de manera un tanto precipitada, y comenzó a caminar calle abajo mientras la lluvia continuaba cayendo sobre la ciudad y las luces de neón jugaban con su sombra. No miró atrás. Nunca más volvería a aquella parada.
Pero aquella noche, mientras descendía por las ya solitarias calles de la ciudad, sus últimas lágrimas resbalaron por sus mejillas mientras sus labios volvían a repetir temerosos y entre susurros aquellas palabras, ocultándolas en las sombras que la noche proporcionaba a los solitarios en cada esquina que doblan:
“Lo siento”.
Y ya no quedó más de él. Tan solo unas pocas líneas en una página de sucesos. Unas iniciales que ocultaban sus rasgos bajo las frías palabras del diario. Una crónica de veinte líneas que intentaba resumir sus veinte años de existencia.
Tan solo un susurro, tan solo un pequeño punto. No más que un estúpido número. Y sobre todo, dos palabras:
“Lo siento”.

La Parada.
Gonzalo Coto Fernández.
John.

Texto agregado el 28-02-2005, y leído por 112 visitantes. (0 votos)


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