La imitación de lo imposible tiende a hacer y deshacer esas infinitas posibilidades del espanto...
Entonces suspendió su vida en el bosquejo de la tarde, aterrado y no, expuesto, inseguro, dúctil. Sólo había amado al poeta como un único ideal de su sonrisa, viviendo dentro y fuera de esas sombras, extendido ante sus letras multiformes, apasionado, dadivoso, íntimo, trascendente. Y las luces ocultaban los semblantes en esa paradoja del destino, mientras sus huellas se expandían a través de las miradas, perplejo, agónico, cómplice, detenido en los días y las glorias de ese otro inseparable y admirado. Todo perfilaba para culminar en la muerte de esos ojos como un acero insertado hasta el fondo de la vida. Entonces el norte sería sur en las entrañas como una impronta de ese mismo hombre refugiado entre las cosas. Luego sus manos agonizando ante el sangrar de las pupilas, el sol amaneciendo en nubes inscriptas de misericordia, la verdad llenando los espacios, indescifrables, ausentes, bajo un mirar ajeno. Después el cimbrar entre las sienes, esa oscuridad habitando sus retinas, un Dios cercano cobijado ante el espanto, la realidad furiosa y abnegada, el cielo en una niebla de ilusiones, la perplejidad de ser y no aquel “otro” entre las llamas de su propio infierno.
La noche lo encontró ante la encrucijada de su paradero frente al escritorio, perpetuado en quien sabe que agónicas palabras, fantaseando entre lo que nunca pudo ser y hoy comenzaba a trascender, después de autoprovocarse esa ceguera repentina en paralelo con el tiempo del poeta.
Ana Cecilia.
|