Hay algo fascinante en los vendedores de flores. Los ves venir directo hacia vos mientras trabajas en tu dama o,
al pasar por entre la gente, mientras buscás alguna. Siempre inmutables y atemporales, intentando vender sus ramitos.
Y solo te basta con mirar en sus ojos para saber que, en cierto modo, no están realmente ahí.
Burdamente elegantes, siempre cerca de estar impecables, solo cerca, surcando el Circo de la Carne, noche tras noche, durante años,
flotando sobre el piso, retroalimentando aquello que los dejó afuera, tiempo atrás.
Caras bien afeitadas bajo peinados clásicos. Un amplio repertorio de modales vacíos de sentido y zapatos sin brillo más un
pasado amarillo casi blanco que huele a soledad y exclusión.
Y las veo a ellas, dulces vírgenes de cabellos dorados sonriendo con flores muertas en sus manos.
Y a ellos, satisfechos, creyendo que hicieron las cosas bien, mientras guardan sus billeteras de plástico.
Y desde un ángulo los veo y me dan pena. O asco. O ambas cosas.
No puedo pensar en otra demostración de afecto más ridícula, vacía y predecible que, por algún motivo, aún funcione.
Y es entonces cuando ella las huele y algo en su mente la hace sonreír:
Él le regaló una flor. Él la quiere.
Luego, él también huele el ramito y asiste sonriente mientras sostiene una cerveza en su mano derecha.
Alguna vez le dijeron que eso era un acto romántico, él escuchó hablar sobre el Show del Amor.
Está complacido con la escena, aunque solo entendio una parte...
De todas formas el perro está salivando, es más que suficiente.
Pablo Kersz
www.kersz.com
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