Elio es alto y muy delgado, casi parece que cuando se agacha se va a romper en dos por la cintura. Su piel es tan blanca que casi llega a ser transparente. Tiene unos lunarcitos perfectamente colocados que recuerdan bolitas de chocolate en una tarta de merengue. Sólo mirarle y tocarle te llena de vida... ¿cuántas veces se tiene a un ángel delante? Cuando estiras la mano para acariciarle tientas a retirarte porque sabes con certeza que traspasarás su cuerpo.

Tiene una personalidad tan marcada que hay ciertos rasgos que deberían calificarse con su propio nombre, es tan suyo. Dulce, cariñoso, tierno y bondadoso... confunde con un niño. Lo que más le destaca es su elegancia. Siempre vestido de negro, es como una sombra que se arrastra silenciosa pero sin pasar desapercibida, caminando con movimientos lentos y precisos, seguro de sí mismo y con la ligereza de una pluma.

Vive en el centro de Madrid, rodeado de prisas y ruido por todas partes, tal vez ese sea el motivo de su soledad tan ciegamente buscada. Todas las tardes cuando llega de trabajar besa a sus padres, bromea con su hermano y almuerza tranquilamente la comida ya fría. A partir de aquí llega una de las cosas que más le gustan a Elio: encerrarse en su cuarto. Baja la persiana lo más que puede para que no entre ni una rajita de luz y abre la ventana para no asfixiarse. Lo que allí dentro hace es un misterio. No hay ruido alguno y cuando entras parece que no ha movido nada. Me gusta imaginar que realmente se transporta a ninguna parte, con seres como él. En ocasiones creo que una persona tan perfecta debe sentirse un poco sola en este mundo, no es de extrañar que quiera huir. Pero sé que no hace esto, lo sé porque en cierta forma yo estoy con él. Me cuelo por los cables de su ordenador y por el aire que entra por su ventana... sé que lo que hace es echarme de menos y, para eso no hace falta ni mover nada ni hacer ruido...

*Consejo de la autora: Pongan un Elio en sus vidas.