De entre todas, todas las mujeres existe la mujer de cerámica. Aquella que desafía lo perfecto.
Resurgió la noche de las estrellas fugaces y se alzó entre todos como una majestuosa águila que batía sus alas orgullosa.
Pero la mujer de cerámica no era orgullosa, no era majestuosa, no lo era al principio.
Descubrió que las cosas no vienen siempre solas. Hay quien salir a buscarlas. Y fue todo lo que encontró a su camino.
Un día una señora le ofreció su amistad, estaba terriblemente desamparada por todos los demás, ya que no conocían quien era…
Pues bien, era el Halo, el espíritu, el candor. Que la acompañarían siempre hasta el final, hasta el final de la imaginación, que es perfecta…
La mujer de cerámica esperó, sentada en la ventana de una casa abandonada. Esperó a ser alguien, pero no cualquiera, es sencillo. Ella sería grande, sería la mayor mujer de cerámica. Sencillo.
La mujer de cerámica se hizo frágil como el cristal. De modo que no supo bien esperar.
Un día quedó atascada en lo bajo de un muro que guardaba la mayor fábrica de esperanzas. Era el país de las mujeres de cerámica. Allí no todas las mujeres eran de cerámica, de hecho no había ninguna. Pero bastaría con la presencia de una sola de llas para alzarla y hacerla grande.
En plena agonía y desespero, la mujer no sabía de cuanto tenía. Entonces fue cuando apareció el brazo, que la sacó y la llevó lejos.
Fue la mujer de cerámica más conocida, más representada, más alzada y más grande que cualquier otra.
Sencillamente, el brazo, que era blanco blanco como la nieve la agarró apenas con fuerza y la llevó a lo alto de las nubes. Allí conoció al todo. Que era sino el todo que la ausencia de nada, que le mostró cuanto podía ella poseer, de cuanto podíamos nosotros reír.
Y se alzó entre los demás, con los brazos abiertos y creándolo todo, porque todos y cada uno de los que queremos creamos el todo. Creamos.
EL COMIENZO
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