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Cinco de la tarde con quince minutos. Salí de mi oficina rumbo a la estación, día viernes. A las seis con cinco minutos sale el metrotrén que me llevará a casa. La tarde está calurosa, gran contraste con el ambiente casi helado, de aire acondicionado que imperó durante todo mi día de trabajo.
Me dirigí a comprar antes de irme. Un lápiz para escribir mis letras. Mis líneas dibujadas como suaves pinceladas, desde los colores cálidos que crea mi mente, imaginación bendita que es capaz de transformar la gris realidad del día a día, en una mágica y bella pintura creada de sin iguales ideas que salen del corazón, suben hasta la mente y planean en un entretenido vuelo a través del aire, hacia mi mano izquierda, que aguarda con el lápiz de negra tinta, esperando comenzar este nuevo paisaje inédito. Mientras caminaba meditativa rumbo a esas metálicas líneas perfectamente paralelas sobre durmientes firmes aferrados a la tierra, en una suerte de tobogán sonoro, por donde se deslizaría el tren hacia mi rumbo, y avanzaría como oruga de metal contoneándose a través de los campos, entre verdes plantaciones de maíz, extensos sembradíos de trigo dorado mecido por la brisa veraniega y un sin fin de palmeras que adornan este fresco recorrido sinuoso que me llevaría pronto a casa, cayó de pronto, desde lo alto de una de las enormes encinas que engalanan la larga avenida de esta ciudad, silenciosa, una bellota. No interrumpí mis pasos al sentir que la semilla rebotaba en la superficie de la acera, sin embargo, una de mis manos, abierta, se interpuso en su segundo viaje de vuelta hacia el cemento y la atrapó. Su cáscara café de variados tonos, con un brillo que le daba un sencillo aire de elegancia, no ocultaba la gran trizadura provocada por la altura y la violencia del impacto al caer en el pavimento.
Estaba rota, y sobre mi mano.
Detuve mis pasos en la esquina, y me senté en un banco verde de madera, a contemplar su frágil hermosura. Mientras mis dedos la acariciaban suavemente, la brisa de la tarde a ratos suave, otros momentos con mas fuerza, desordenaba mis cabellos, y empujaba a las hojas secas desparramadas en el suelo, regalándoles un vuelo hacia otros rumbos, como mágicas maripositas aladas en un plácido despegue hacia ninguna parte.
Hasta mis oidos llegaba el sonido de las hojas de las encinas al ser mecidas por el viento, el rugir de los motores de algunos vehículos que a esa hora recorrían en ambas direcciones la ancha calle dividida por un gran bandejón de verde césped, donde se erguían majestuosas en una hilera, estilizadas palmeras que mecían sus verdosas melenas allá en las alturas. Los ruidos de pasos en la calle, el ladrido de algún perro allá a lo lejos, el frenar de la rueda de una bicicleta y una madre llevando a su pequeño hijo en un cochecito.
El aire se llenaba de diversos sonidos y variados aromas entremezclados por la frescura de la brisa.
La bellota, inmovil entre mis dedos, mostraba valientemente su trizadura abierta. Su cáscara cual armadura que guarda un frágil tesoro, aguardaba su momento de germinar. Cerré mis dedos, como tratando de proteger aún más ese pequeño milagro de la naturaleza.
Comenzaron a descender las blancas barreras que apuntaban como dedos verticales al cielo en una eterna búsqueda, para permanecer ahora en un momento de merecido reposo horizontal. Me acerqué al andén, allí otros esperaban igual que yo el metrotrén que se acercaba poco a poco. Subí y me senté junto a una ventana, mientras los carros comenzaban a moverse lentamente. Miré hacia afuera el sol que se acercaba hacia los cerros lejanos en una cálida despedida, iluminando con su dorada luz todas aquellas plantaciones que me acompañaban diariamente en estos cortos viajes.
En mi mano abierta, observé la herida bellota en todo su esplendor y su hermosura. Sonreí al mirar a través de la ventana, mientras el trén avanzaba en un permanente vaivén.
Silenciosa entre mis dedos, alcancé a ver a través de su cáscara trizada, la hermosa e imponente imagen que me mostraba, de una enorme y frondosa encina, de grueso tronco corrugado, firmes y armoniosas ramas repletas de verdes hojitas que se mecerían con la fresca brisa en las tardes de verano, avanzando hacia el futuro, allá más adelante en nuestras vidas, a cientos de kilómetros hacia los sueños, viendo hacia horas no lejanas que se acercarían cabalgando en el tiempo, hasta ese lugar donde nos encontraremos en cada atardecer, mientras mis dedos acariciando su corteza, recordarían en un emocionado silencio lleno de palabras, el momento en que mi mano la rescató de su viaje hacia la muerte, para acompañarla por el camino de un largo recorrido hacia la vida, mientras ella entre mis dedos solo tejía lentamente sus sueños de crecer.
Juntas, con mi espalda apoyada en su corteza, permaneceremos sólo unidas a través de los silencios, a través de la brisa de los recuerdos, y a través de la esperanza que núnca deberíamos perder.
El silbido del tren interrumpió mis pensamientos y mis sueños. Ya estabamos llegando.
Guardé en mi mano la bellota que llegaría a sembrar. Me sentaré sobre el húmedo suelo por un momento, tratando de apresurar los minutos con el pensamiento, y sé que en un callado soliloquio entre mi mente y el viento, y sin tener que decir apenas nada, desde la tierra, ella sabrá que yo desde hoy, ya la estoy esperando.

Texto agregado el 28-02-2005, y leído por 162 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
22-03-2005 Muy lindo tu escrito. Denota tu sensibilidad... saludos y estrellas! ***** peinpot
03-03-2005 Bello, amiga. Llevamos una bellota en el corazón. Estrellas. tobegio
 
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