La copa de vino se tambaleaba al ritmo de las melancolías. El calor de las superficies rústicas atenuaba las circunstancias y nos sobreponía en el parduzco sentir de la noche. Sentía su respiración de uva en mi rostro y veía una constelación en sus ojos formada por el reflejo de las velas. Las lágrimas habían limpiado sus mejillas y se secaban. También yo había estado llorando. A la voz de nuestros suspiros se sumaba un leve mareo. El borde azucarado de la copa nos llevó hasta nuestra infancia.
—¿Te acuerdas de esos días, cuando jugábamos en la arenera?
—Algo.
—Construía castillos enormes y soñaba con habitarlos. Llevaba siempre mi lonchera roja y nunca me separaba de ella. ¿Te acuerdas de la niña de la lonchera roja?
—¿Eras tú?— dije.
—Sí, era yo.
—Te he esperado toda mi vida, ¿por qué no llegaste antes?
Nos abrazamos, nos besamos y lloramos como niños, bajo el fluir de la música y el arder del alcohol…