Estoy agotada, mi espíritu hoy duerme intentando encontrar paz, pero el dolor, este maldito dolor, insiste en perturbarlo.
Brazos, pecho, glúteos. Las piernas también. El dolor es leve pero su presencia fuerte. Sube sigiloso y trepador, traicionero acecha mi sien y la presiona de a pocos. Acelera su paso, sé que disfruta. Ve mi fastidio y serpentea hacia mis párpados. Mi vista se apaga y al anularla por completo, un ligero ardor irrita mi paciencia.
Me pregunto por qué insiste, por qué abusa de este cuerpo frágil y debilitado.
Hoy los remedios se convierten en mis únicos escuderos, mientras respiro pausadamente, como esperando algo.
Pero él no cesa, y a cada movimiento, regresa, alterándolo todo. Cree que debo acostumbrarme a su presencia. "Tantos años juntos", repite inclemente, "¿por qué hoy me reclamas?".
Tendida en el sofá de una sala siento como mi pecho se oprime una vez más. "¿Tal vez será porque mi cuerpo hoy yace enfermo, adolorido, siguiendo al pie de la letra lo que mi apagado espíritu le ordena?"
Siento que me apago, lentamente, casi imperceptiblemente, desde hace tantos años.
Pienso en los días que insistirán en retenerme, en la mala fortuna aliada con la desgracia que ha llevado a que mis brazos y piernas se contraigan en dolor cada instante, y con sus tambores incesantes impidan que mi alma se levante, para emprender el viaje que tanto anhela.
Quiero liberarme, despojarme de tanta mierda, pero resulta tan difícil. La mierda está en mí, muy dentro, en lo más profundo. Escarbo y escarbo, y sé que no llegaré jamás. ¿Cómo hago para alejarte si te encuentro tan indestructible?
Las manos me tiemblan, estoy angustiada.
Mi confusión y mis temores me llevan a un estado de total estupidez. No encuentro la salida, me mareo, levanto la mirada y el dolor arremete con fuerza. La mierda acecha y mis lágrimas presionan. Ahogo. Asfixia. Y la sala se hace inmensa. Extraña en la casa donde crecí. Ajena en el lugar donde hablé por primera vez, donde caminé por primera vez. Perdida bajo el techo donde lloré y grité más de una vez.
La sala, esta sala, nunca fue mía. Soy una intrusa, una triste invitada, un pariente malquerido que sólo conoce de seños fruncidos, ojos hinchados y corazones agitados.
Tendida y a la espera, con el dolor de compañía, espero la llegada de la cura infinita.
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