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En una lejana aldea, similar a muchas otras, vivía una pequeña niña llamada Misk’i. Ella habitaba, junto a su madre, la vieja casa al lado del río. Su padre había muerto cuando apenas era un bebé. A pesar de la pobreza, Misk’i tenía una alegría desbordante y contagiosa.

Misk’i era una niña muy curiosa. Había escuchado a los aldeanos comentar que en la montaña, allá donde se observaba el ocaso, moraba un enorme monstruo: un gigante malvado que mataba a las personas. Este relato despertó un gran interés en ella, y se dedicó a averiguar todo lo que pudo sobre aquel asombroso ser.

Algunos afirmaban haberlo visto y aseguraban que su endiablado aspecto y su tamaño intimidarían al más valiente; que su rugido era tan aterrador que incluso los fieros pumas nocturnos huían despavoridos. Otros, en cambio, decían que no era más que un mito nacido del miedo a lo desconocido.

Misk’i, obsesionada por conocer al gigante, decidió que debía verlo, sin importar las consecuencias. Un día, mientras su madre trabajaba como de costumbre en el campo, emprendió el escabroso camino hacia la montaña, decidida a encontrar lo que buscaba.

Tras un largo recorrido, llegó a una cueva con una monumental entrada. “Debe ser la casa del gigante”, pensó, y sin dudarlo, decidió entrar. Dentro, la oscuridad lo cubría todo. Apenas pudo distinguir un sonido que se asemejaba a un gruñido.

—Jijiji —rió para sí misma al darse cuenta de que aquel rugido no era más que un ronquido.

No había duda: era el gigante. Sin embargo, en aquella penumbra no podía verlo bien. Salió de la cueva y comenzó a gritar:

—¡Salga de ahí, señor gigante! ¡Salga, por favor!

El ruido despertó al gigante, quien rugió con fuerza, intentando espantarla. Después de unos minutos de silencio, creyendo que había logrado su cometido, intentó volver a dormirse. Pero justo cuando conciliaba el sueño, la niña volvió a gritar:

—¡Salga de ahí, señor gigante! ¡Salga, por favor!

Molesto e irritado, el gigante amenazó con su voz de trueno:

—¡Saldré y te mataré si no te marchas! ¡Te desollaré!

Misk’i se marchó camino a casa, algo decepcionada pero no derrotada. Al día siguiente, regresó a la cueva y volvió a gritar:

—¡Salga de ahí, señor gigante! ¡Salga, por favor!

Una vez más, el gigante respondió con su amenaza:

—¡Saldré y te mataré si no te marchas! ¡Te desollaré!

Pero esta vez, Misk’i no se detuvo. Continuó gritando una y otra vez:

—¡Salga de ahí, señor gigante! ¡Salga, por favor!

El gigante, enfurecido, se levantó con tal brusquedad que el suelo tembló ligeramente. Finalmente, salió. Ahí estaban, uno frente al otro.

El enorme monstruo, de color rojo, tenía pies grandes y deformes, ojos saltones, un cuerpo hinchado y escaso pelo. Sus movimientos eran torpes. Misk’i, en contraste, lucía su cabello negro sujeto en dos hermosas trenzas, con ojos pequeños y juguetones, y una piel que brillaba como el bronce.

El gigante la miró y sintió una extraña emoción deslizándose por su pecho: ternura. No podía, no quería hacerle daño a esa pequeña criatura. Misk’i lo miraba boquiabierta.

—¡Guau! ¡Es usted enorme! —dijo, ofreciéndole una sonrisa.

Así comenzó una gran amistad. Misk’i visitaba al gigante todos los días. Él la ayudaba a trepar árboles y la cargaba para cruzar los ríos. Ella, a su vez, le contaba hermosas historias que lo hacían reír.

Un día, movida por su curiosidad, Misk’i le preguntó:

—¿Por qué, señor gigante? ¿Por qué no sale de la cueva?

—Tenía miedo, niña. Aún tengo miedo de tus congéneres. Ellos no me quieren, me odian y me matarían si me ven.

—No, ellos te querrán como yo te quiero. Cuando te conozcan, entenderán que no eres malo —respondió Misk’i, algo confundida.

A pesar de sus palabras, el gigante le pidió que no revelara su existencia, ni siquiera a los otros niños. La pequeña obedeció, temiendo perder a su amigo. Sin embargo, aquella noche, el gigante reflexionó. Quizá debía darles otra oportunidad a los humanos. Después de todo, gracias a Misk’i había perdido el miedo a salir de la cueva y ahora disfrutaba del Sol, el viento y las estrellas.

Al día siguiente, mientras Misk’i se dirigía al encuentro con su amigo, fue seguida por Upalliru, un niño taimado y engreído. Escondido entre los matorrales, Upalliru observó cómo Misk’i llamaba al gigante, y cómo este salía de la cueva para danzar con la niña. Atónito, corrió a la aldea y comenzó a gritar:

—¡El monstruo tiene a Misk’i! ¡El monstruo la atrapó!

Los aldeanos, alarmados, tomaron hachas, machetes y cuchillos, y se dirigieron a la cueva. La madre de Misk’i, aterrada, los siguió.

Al llegar, encontraron al gigante sosteniendo a la niña con cuidado.

—¡Suéltala, monstruo! —gritó un aldeano enardecido.

El gigante, obediente, la dejó suavemente en el suelo.

—¡Él es mi amigo! ¡No le hagan daño, es bueno! —suplicaba la niña, mientras su madre la alejaba apresuradamente.

Pero el padre de Upalliru, cruel como su hijo, lanzó un hacha que hirió al gigante en un ojo. Cegado por la sangre, intentó regresar a su cueva, pero en su torpeza pisó accidentalmente a Upalliru. La turba, enfurecida, atacó al gigante sin piedad, ignorando los gritos de Misk’i.

Ese día, la niña más dulce de la aldea lloró desconsolada sobre el cuerpo inmóvil del gigante. Su llanto era tan puro y tierno que el inmenso cuerpo del monstruo se transformó en una masa blanda de arcilla.

Hoy en día, los niños juegan en el cerro de arcilla, llenos de alegría, sin recordar la historia de Misk’i y el Gigante Rojo.

Texto agregado el 26-02-2005, y leído por 222 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
09-03-2005 bueno, pero creo que a este le falto un mejor final (jajaja). cako_lina
26-02-2005 Muy bueno tu cuento. Es una leyenda muy divertida y al estilo frakestein. La redacción no deja que uno pierda la atención Soybueno
 
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