- Muy bien –dijo el maestro.
Un rumor que provenía de la casa contigua sacó a todos del estupor.
Era el sonido de una máquina de escribir.

- Muy bien –repitió el viejo.
Caminó hasta la puerta y abandonó la estancia.
Pasaron algunos minutos. Seguíase escuchando el ruido de las teclas.

Pero no.De pronto se extinguió.

Volvió el anciano y los despidió.
- Ya no tienen nada que hacer aquí. Váyanse cuanto antes, y traten de olvidar todo cuanto les enseñé.

Agotados tras una extensa reunión final, uno a uno fueron marchándose los miembros de la comunidad cerista, los aspirantes a matemáticos que noche a noche habíanse reunido en secreto durante años, procurando pasar inadvertidos a ojos del resto de los mortales, de los infieles. Los superficiales.

Marta fue la última en salir.
De pronto, le entraron ganas de visitar por última vez al escritor que vivía al lado de la sala de reuniones, quien por años supo de la existencia de la comunidad y, aunque no compartía para nada la mentalidad de quienes la formaban, jamás los delató.

Marta se asomó a la ventana.
Marta vio con horror la sangre que manchaba la máquina de escribir.
Vio al hombre tendido, como si estuviera durmiendo, soñando nuevas historias que escribir.

Marta se tapó la boca, ahogando un grito de horror.
Dio media vuelta y se marchó. Para no volver.