No hace mucho tiempo volaba por su habitación un ente difícil de describir; su movimiento era rápido pero silencioso, parecía pequeño, pero una gran fuerza vital le abarcaba. Solía rozar su cara mientras dormía y entre sueños miraba gracioso la expresión de su cara. Si lloraba, el reía; si reía, el lloraba. Pensaba que los extremos no eran buenos en ninguna circunstancia.
Un día de no recuerdo que mes ni que año dicho ente dejó de visitarle. Las noches se hacían eternas, y la oscuridad se burlaba de la angustia que provoca el silencio absoluto de la habitación. Temerosa de que no volviese su guardián de sueños todas las noches escribía en un pequeño papel “me asfixio” con la intención de que aquella energía volviese a socorrerla y juntos llegasen al equilibrio.
El color del papel variaba dependiendo del día de la semana y poseía una carpeta de cada mes del año donde colocaba con orden y fragilidad los pequeños papeles. Poco a poco aquella habitación se había convertido en un almacén asfixiado de vida, donde las palabras, los sueños y los pensamientos ya no tenían cabida.
Cierta mañana despertó sobresaltada y apenas sin aire. Cuando abrió los ojos encontró la muerte frente a ella y tan sólo le dio tiempo a darle las gracias por volver a por ella y no perdonarle la vida.