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Vi de reojo en un vetusto reloj del Café Parisién que eran las siete de una tarde lluviosa y gris. Decidí, contra mi voluntad, volver a mi solitario piso de la rue Danton y resignarme con la idea de preparar un té de hierbas cuando la noche estuviera avanzada y quizás, si el ánimo me lo permitía, escuchar en el gramófono alguno de esos discos que tanto me hacen recordar a mi tierra. Aunque, a decir verdad, esa noche inhóspita invitaba más a sumergirse en los juegos musicales de Mozart, que suelen alegrar el alma, que a escuchar los lamentos telúricos de algún tango.
Encaminé mis pasos cruzando por frente a la Opera. Los transeúntes pasaban a mi lado agazapados, luchando algunos con sus paraguas, otros llevando a cuestas la derrota de quien, mojado ya, poco interés le causa el agua que cae a su alrededor. París no era una fiesta, creo recordar, y sus ciudadanos, a quienes me había acostumbrado a medias, no percibían los rumores de guerra que provenían de sus belicosos vecinos.
Tomé un taxi. En otras circunstancias y con un tiempo más benevolente, hubiera caminado hasta mis aposentos, una habitación sin baño donde conviven en forma muy desordenada mi cama, mi escritorio, libros y papeles tirados por el suelo y algunos adornos poco elegantes. Pero mis años han menguado bastante mis posibilidades. No quise, en esa oportunidad, burlarme del destino jugando a ser el jovencito que ciertamente no soy.
Tomamos por la avenue de L'Opera en dirección al Louvre. Las calles pronto quedaron vacías y la ciudad se vistió de negro. La noche la invadió y la subyugó.
En el camino, cuando cruzábamos el Sena por Pont Neuf, me sorprendí a mí mismo tratando de imaginarme en mis antiguos esplendores, cuando era un estudiante casi imberbe al que mi padre envió a esta ciudad a aprender el arte de la medicina, arte que muy pronto deseché por el menos aristocrático oficio de escritor. En aquellos años, en los que los vientos de guerra también se percibían como una malsana brisa, cometí la sublime torpeza de enamorarme de mi vecina de piso, una muchacha morena y alta, de senos firmes y caderas redondeadas, con un ligero aire de gitana en la mirada, cuyo nombre nunca supe, puesto que jamás cruzamos palabra alguna.
Ahora, cuando los días pasan más despacio y cada mañana es un regalo no previsto, me volvió a suceder algo burlonamente parecido, en la misma ciudad y casi en la misma calle, aunque pienso que por alguna razón insospechada, mi actual enamoramiento debe tener más elementos de descomposición senil que de sentimientos sólidos.
Y fue también con mi vecina de piso.
Unas noches atrás, me es imposible recordar cuantas, ya cerca de la medianoche, llegué a mi edificio luego de pasar una casi agradable velada - la cena fue muy sencilla, pero el vino era excelente - en casa de unos amigos poco aficionados a las palabras, lo que hacía la comunicación un tanto tortuosa.
Al llegar a mi piso, el corredor se encontraba sin luz. No fue necesario que buscara el interruptor para accionarlo, pues la negrura de esa larga garganta estaba cortada por un hilo luminoso, allá en las profundidades, que me guió con acierto en dirección de mi morada. Mis pasos sobre la madera sonaban opacos por la goma de los zapatos. Solo mi bastón delataba mi presencia, cansada por el ascenso de la cruel escalera.
A la altura de la entreabierta puerta, algo me llamó poderosamente la atención. Detuve mi andar y, protegido por la oscuridad, miré adentro de la habitación. En ella yacía una muchacha sobre una cama de bronce y sábanas revueltas. No reparó en mi presencia. Una luz generosa bañaba su casi desnudo cuerpo, adornado con un pañuelo anudado al cuello y lo que adiviné podría ser el brillo de una cadenita abrazada a uno de sus tobillos. Quedé petrificado admirando la singular belleza de esa niña que intentaba con mucho acierto parecer una mujer. Su melena de oro me ocultaba parcialmente el rostro, pues estaba su cabeza de tal forma inclinada, que su cabello caía como una cascada sobre uno de sus costados, el izquierdo, creo.
Ella leía. En su mano sostenía un libro de tapas duras. Pasaba las hojas con cierta antigua delicadeza, y de vez en cuando un estremecimiento intentaba sacudirla, un movimiento que le hacía apretar con fuerza las piernas entre sí y modular las rítmicas y casi imperceptibles oscilaciones de su cadera. Desde donde me encontraba no podía ver su otra mano, pero pude imaginar los maravillosos mundos que estaría recorriendo.
Mi boca se secó, mi corazón golpeaba con una fuerza que había olvidado, mis ojos no podían ni querían dejar de recorrer ese pequeño cuerpo, esas piernas nuevas, los pechos de rubios pezones...
Debo haber hecho algún ruido. Quizás se movió mi bastón, en el que a duras penas me apoyaba. Ella dejó el libro a un lado y miró atentamente en dirección de la puerta, como si no se hubiera percatado antes que estaba abierta. Comprendió que alguien invadía su privacidad, pero curiosamente no intentó cubrir su desnudez. En lugar de ello, hizo algo que, debo confesarlo, me desconcertó. Se puso de pié, caminó hacia la puerta, se detuvo a no más de dos pasos de ella y por un instante que me supo a eternidades, posó su límpida mirada en la mía. Calculé su edad en no más de diecisiete. Clavado en el piso, intenté presentar mis excusas, pero no fueron necesarias. Con una enigmática sonrisa propia de un cuadro de Leonardo, avanzó, terminó de entornar suavemente la puerta y la cerró, llevándose consigo su infinita belleza y dejándome en la oscuridad de un proceloso mar de dudas.
Al bajar del taxi, miré a su ventana y había luz. Algo parecido a la esperanza me hizo subir los tres pisos por la escalera de mármol como si mis años no existieran y mi bastón no fuera más que un adorno decimonónico.
Pero su puerta estaba cerrada. Nada me hacía suponer que si golpeaba, ella me recibiría cual a un viejo amigo y permitiría que su cuerpo iluminara de platónica luz, como un sol de invierno, el ocaso de mis días parisinos.
Así que me dirigí a mi austero cuarto y, mientras preparaba un té en mi pequeña cocina de carbón, supe con certeza que los melancólicos tangos no me iban a ayudar a enfrentar la noche sin ella, por lo que decidí finalmente cambiar a Mozart por Vivaldi para alegrar el final de esa esperanzada y cruel jornada.

Texto agregado el 25-02-2005, y leído por 134 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
19-01-2009 Bonito y nostálgico a la vez... Es increíble cuánto nos puede marcar una historia de amor que no hemos vivido... pero creo que a veces es mejor disfrutar de ese amor en nuestras fantasías, que recibir una negativa en la realidad... Y si esa jovencita lo llenó de "sol" en su "invierno"... qué importa que sea sólo un sueño? Muy linda historia. dulceamiga
27-02-2005 el amor... asi es... Saludos el_sonriente
26-02-2005 Yo prefiero a Bach y porque no un tango que te hace hervir la sangre. Refleja mucha melancolía tu texto. Un beso eloisa
 
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