Ya llevábamos una hora de viaje y más de cien kilómetros recorridos, cuándo el móvil empezó a vibrar dentro del bolso. Dejé que sonaran los primeros acordes de una canción que hablaba de barcos de papel, y miré aquel mensaje recibido. Era ella, y mandaba entre emocionadas palabras, la fuerza de sus sentimientos. Intenté no echar ni una sola lágrima, y aunque me costó, lo conseguí. Los campos de girasoles se sucedían a través de los cristales, y pensé en lo hermosa que era, esa tierra rojiza de la Mancha. Hacía mucho viento y el cielo parecía un rompecabezas de nubes grises. Pensé nuevamente en ella. Había transcurrido, justamente un año, desde que una noche de Octubre, me encontrara. Cerré los ojos para hacer más íntimo el pensamiento, y dejé que nuevamente sonara el teléfono. A través de la línea, una voz entrecortada de mujer, me contaba con todo el respeto posible, como mi padre tuvo una aventura con una mujer, su madre, y de cómo ella, había nacido a orillas del Atlántico, hacía ahora 31 años. Me habló de la penosa vida que había llevado y de cómo el destino le reveló que debía buscar…, que no estaba sola. Después de intentar detener los latidos acelerados que salían de mi corazón, empecé a deshilvanar los vagos recuerdos de aquellos días dolorosos, que yo, había enterrado hacía mucho tiempo, y la encontré... Entre palabras a media voz, entre susurros que parecían gritos. Y recordé que alguien nos dijo que tuvo una hija con otra mujer. Y después de reír nerviosas y de soportar el tremendo impacto como pudimos, prometimos ir conociéndonos. Y lo hicimos y encontramos respuestas para preguntas, y preguntas sin respuestas y nos buscamos parecidos y los encontramos. Y cuando por fin, pudimos sentir el cobijo de nuestros abrazos, y eso que llaman la fuerza de la sangre, dimos las gracias desde aquí, a aquél que nos dio la vida y que un día se fue en silencio, cabalgando entre remolinos de viento.