SABER ESPERAR.
No se cansaba de mirarla, en eso se le pasaban los lentos y perezosos minutos vespertinos cuando llegaba del colegio, sin pensar, sin hablar, solo extasiado con su presencia; lo había vivido intensamente desde niño, se acostaba sobre las frescas baldosas de cerámica en uno de los extremos de la inmaculada cocina, para verla trajinar de un lado para el otro, contrastada por el brillante chorro de luz que penetraba desde el jardín por el amplio ventanal. La seguía sin disimulo; ella en ocasiones lo miraba sonriente, conciente del efecto que le causaba, y continuaba sus quehaceres como si no existiese.
Le obsesionaban sus pantorrillas, que no por gruesas afectaban la esbeltez de sus piernas, la fina cadena de oro que le aprisionaba el tobillo y la forma en que la delgada tela de la falda, traslúcida por la luz, se le ceñía a sus muslos y caderas al andar. Le lloraba para que lo levantara del suelo y lo acunara entre sus brazos, para que lo mimara, para que lo acostara. Ya, a pesar de su corta edad, sus noches eran húmedas e inquietas.
Permanecía descalza, con el abundante pelo negro recogido en forma de cola de caballo y esos escotados vestidos sin mangas, de popelina floreada, que enmarcaban sus desnudos brazos. De formas firmes y facciones armoniosas, en ese paraíso doméstico que era la solariega casa de paredes blancas, techos altos y pisos de baldosas de distintos colores, simétricamente cuadriculadas y brillantes como espejos, era la verdadera reina, todo se disponía a su gusto y como a ella le parecía; mariposeaba incesantemente de habitación en habitación organizando y disponiendo; todo tenía que ver con ella, los amos eran meros huéspedes de la casa.
Simulaba que leía, solo para tener la oportunidad de apreciar desde la mesa del comedor su cimbreante cuerpo de palmera en movimiento, ese despliegue de fuerza y vitalidad que desplegaba trapeando el piso de la cocina o sacudiendo el polvo de cada uno de los muebles de la sala; una extraña sensación lo embargaba las calurosas tardes de Octubre, viendo como la transpiración le bajaba del pelo y se perdía misteriosa por el escote humedeciéndole y transparentándole partes del vestido, ahora sabía que ella la percibía; miraba de reojo su sufrimiento, pero continuaba impasible en su labor; era una sensualidad natural, no buscada ni provocada, que no se medía en sus efectos. “Niño, vete a estudiar”, le gritaba su madre, cuando al pasar lo veía ido y al acecho.
Se refugiaba en el cuarto de labores, su cuartel general, un amplio salón que se comunicaba directamente con el patio de la casona, donde zurcía y organizaba la ropa de la familia; y entre arrumes de ropa planchada y de rastros que dejaba su presencia, se elevaba viéndola trabajar sentada en un tosco taburete con las piernas cruzadas y la labor en su regazo; embelesado por su exuberancia, sus agresivos y erguidos pechos, sus redondeses, su sensualidad, todo sazonado con la melodía de esos viejos sones de palenques que tarareaba permanentemente mientras trabajaba. Ya mayor comprendería el porqué de ese dialogo de mudos que mantuvieron durante años.
Intimaba muy poco con el resto de la servidumbre, pero por esa casa no pasó varón, que no tuviera que ver con ella; la acosaban, la husmeaban como perros, a la mayoría los desparpajaba sin mucha delicadeza.
Cada cierto tiempo, sin preaviso, cuando le apetecía, se iba de la casa, los abandonaba, lo hizo en innumerables ocasiones, era intransigente y altanera, pero tenían que mandar a buscarla, nada funcionaba cuando ella no estaba. Solo ante el abuelo, el que la trajo de niña a la casa principal de uno de los ranchos de la hacienda, flaca como una lombriz, el piojo y la garrapata la estaban secando, se doblegaba, a los demás solo los toleraba.
Fue en sus primeras vacaciones como universitario, luego de varios años por fuera, estudiaba en la Capital. Ya la casona no era la misma, durante el transcurso de los últimos años, igual que la gente, se había ido adaptando a cada nueva situación, el otrora cuarto de labores era una bodega para almacenar granos; una de las amplias y frescas alas laterales de la edificación, cuyas habitaciones acomodaron en verano un ejercito de primos y sobrinos, se encontraba clausurada, pero lo que si se había mantenido inalterado y con el mismo esplendor era la soleada y fresca edificación central; y traspasar el umbral de la entrada principal y encontrarse inmerso en el mismo ambiente, la misma pulcritud, el mismo frescor, la misma diáfana claridad, fue adentrarse en los influjos y reminiscencias del pasado.
Los primeros días no la vio, tampoco la buscó, ni pregunto por ella, pero en todos los rincones sentía su proximidad; el primer encuentro, aunque fugaz, lo estremeció, los años transcurrido solo habían logrado madurar sus rotundas formas, hacerlas mas apetecibles, quizás una que otra cana perdida en la todavía frondosa cabellera; no había cambiado, continuaba con la misma frescura, vivaz, activa, lejana; los mismo vestidos de popelina que la ceñían ajustadamente, el mismo olor a fruta madura que ningún laboratorio podía copiar. Llevaba mas de una semana en casa y no le había dado oportunidad de hablarle, parecía que lo esquivara; quizás guardaba las apariencias, quizás esperaba que él diera el primer paso, suponía él. Pero esa indiferencia se le hacía insoportable, no le dejaba dormir, lo acicateaba a exigirle sobre lo que no tenía ningún derecho. Ya no era un niño, no se contentaba con verla de lejos, tenía las premuras de un hombre y ella era una mujer; se propuso abordarla, pero no lo lograba, era evasiva y ladina.
Envalentonado por el licor, decidió apostarse una noche a la entrada de su habitación; estaba iluminada y se oían voces en su interior, no estaba sola; ofuscado por los celos impertinentemente la llamó a gritos por su nombre y trató de forzar la cerradura de la puerta. Un pesado silencio, respuesta a su atrevido proceder, lo paralizó, no sabía que actitud tomar, huir o enfrentarla; se sucedieron los ruidos de varios cerrojos al ser corridos y la figura delgada pero altiva del abuelo enmarcada por el vano de la puerta, impidiéndole parcialmente la visión de las rotundas desnudeces de la muchacha mirándolo burlonamente desde la desordenada cama en el centro de la habitación.
FIN.
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