El niño miraba a través de la ventana, llovía fuertemente y allí permanecía, inmóvil, aquel pájaro de plumaje negro, clavado en la rama.
La madre de Jonathan le había advertido muchas veces que no se acercara jamás a ese bichejo. Hacía ya meses que había aparecido por primera vez ese cuervo rondando la casa, y seguía a Jon donde quiera que fuese.
El pájaro no había causado ningún problema, pero aquella mujer supersticiosa no tenía buenos augurios sobre el animal, siempre había odiado a aquellos pajarracos, pues alguna vez escuchó que sacaban los ojos.

Jon salía al jardín, cuando su mamá se despistaba, para jugar con su amiguito plumoso y no había nada que desease hacer más en todo momento.
Se asustó mucho la mujer aquel día en que vio al niño hablar con el bicho, pensó que el infierno les acompañaba y no podrían librar la batalla jamás.
¡Dios mío! Qué pensarían de Jon en la escuela, cuando supiesen que hablaba con un pájaro; no quería ni pensar que el niño tuviera que volver a aquellas terapias por la trágica muerte de su padre año y medio atrás. Aquella mujer pensaba que la pesadilla ya había terminado hace tiempo y que sus vidas actualmente eran perfectas, pero en todos los sentidos, una vez más, se equivocaba.
Temía que todo se repitiese de nuevo, y sabía que aquel pájaro no traería nada bueno, sería la culpa de sus desdichas. Aquel día decidió castigar a su hijo un día más en la habitación, con el fin de que llegase a distinguir lo que era real de lo que no.

Desde que había aparecido el cuervo el carácter de Jon había mejorado, era más alegre, incapaz de relacionarse con otros niños de su edad, se encerraba en sí mismo, pero aquel amiguito nuevo le enseñaba cosas sobre la vida y le hacía divertirse con todo.
Pero su madre simplemente se negaba a ver nada más de lo que ella quería, lo sobreprotegía impidiéndole que se desarrollara como un niño normal.

Una mañana de domingo la mujer recibió la visita de una buena amiga, y juntas tomaban el té en el saloncito. Hacía un día fabuloso, el sol brillaba entre los árboles y Jon quería salir a jugar con sus muñecos, su madre no podía impedírselo delante de su amiga por lo que pudiera pensar de ella. Las puertecitas de cristal comunicaban con el jardín, y desde allí podía controlar al pequeño Jon mientras charlaban.
En el interior de la casa todo en la quietud que sólo se rompía por las risas y palabras de aquellas dos mujeres. Afuera,… Jon se distraía.

De repente, algo atravesó la cristalera del salón y sobresaltó a las mujeres, entonces… apareció aquel pájaro revoloteando encolerizado y golpeando fuertemente el cristal, parecía que éste no lo soportaría y acabaría estallando en mil pedazos.
“¡Ese dichoso bicho otra vez! Pero… ¿se ha vuelto loco? ¿qué pretende?”- dijo la madre de Jon.
Al instante desapareció, pero un extraño halo invadió la habitación.

Algo nubló la mente de aquella mujer y rápidamente buscó a Jon con la mirada. A través del cristal no se le veía y se apresuró a cruzar la puerta como un rayo desorbitado hacia el jardín.
Al girar la esquina de la casa vio aquel pajarraco aleteando ensimismado sobre la hierba, y unos metros más allá… la reja abierta,….algo flotaba en el agua de la piscina.
Sus gritos se hicieron llanto y su amiga la sostuvo en la caída.

Jon, tumbado en aquella cama, se alegraba mucho de ver a su mamá.
Le pidió que mirase por la ventana y vio a ese plumoso que le había ayudado a salvar a su hijo, sin explicación, no pudo más que agradecerle el haber estado allí. Después voló, desapareció entre el cielo, para no volver.
El niño sólo lamentaba que su madre no hubiese tenido la fe necesaria para descubrir quién se escondía tras aquel negro plumaje.