Llueve.
Una cortina cubre el horizonte.
El viento corre,
las gallinas corren,
las señoras también
y la ropa vuela en los tendederos.

Gotas gruesas, sólidas, pesadas, tamborilean en las láminas de zinc.
Al golpear urden un ritmo que llega de sabanas prehistóricas.

El cielo tiene la oscuridad del sexo y las chachalacas gritan
y van de árbol en árbol buscando cobijo.

Yo sigo sentado en la poltrona.
Me gusta el relajo que arma la lluvia
y desatiendo los gritos de las gallinas y de las viejas.
Sólo me concentro en la danza de las gotas.

Me imagino bailar pintado de sombras y calizas; entre un grupo de negras que quieren devorarme.
Les doy el brazo, el ojo, pero les pido me dejen el oído.
Mil tambores me llenan de canto.

En este momento exudo calor y hay un macho cabrío que afila las pezuñas en las vetas de la roca.

¡Qué lejos se oyen los gritos de las viejas,
de los guajolotes y chachalacas!

Con los ojos entrecerrados me sigo meciendo mientras la lluvia me tira sus cubetas de agua y la danza del vigor me estremece.