El Sol es una esfera roja y opaca. Hoy, el Sol es una Luna ensangrentada que ilumina la oscuridad de mi alma.
Me miras a los ojos y ves mi preocupación. Es la duda, la incertidumbre que me absorbe. Saltas sobre mí y te aferras a mi cuello.
—Discúlpame, amor, seré fuerte —te susurro, sin lograr calmarme.
Nuevamente, la punzada en mi cabeza. Trato de disimular el dolor, pero te das cuenta. Me abrazas con más fuerza y me acaricias. Cierro los ojos, intentando contener las lágrimas, pero no puedo; ruedan por mis mejillas sin detenerse.
“¿Qué ocurrirá si muero?” Es el único pensamiento que fluye por mi mente desde hace días.
—Te amo —me dices, mientras tus ojos se llenan de lágrimas.
Te aparto con cuidado y seco tu rostro con mis manos. Me envuelves con tus brazos, y de nuevo siento el calor y la dulzura de tu cuerpo. Sin embargo, no es suficiente para reconfortarme en este tiempo que parece el final, donde todo está copado por un visitante ingrato.
El dolor es como un alfiler ardiente penetrándome el cerebro, el cruel acompañante de mis nervios. Me golpea una y otra vez, dejando mi alma en tiras. La esperanza y la fe han sido desalojadas de mi espíritu con cada punzada mortal.
—Seré fuerte, no te preocupes —te digo ahora, con mayor convencimiento, estimulado por un fugaz aliento venido no sé de dónde.
Cada pequeño latido, cada movimiento en la cálida oscuridad, me hace sentir vivo. Sonrío entre lágrimas, y mientras lloro, río.
“Hay varias formas de estar unidos”, me digo, “y nosotros estaremos ligados incluso después de la muerte”.
(Tú, embarazada; y yo, aquí, muriendo).
|