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I

Tengo un problema. Cada vez que quiero acordarme de algo -estando despierto, claro-, puedo visualizar dicho recuerdo sólo si yo no estoy dentro de aquel, pues únicamente cuando sueño profundamente es que puedo verme con alguien más en un contexto determinado y bajo la particularidad de lo que quiero evocar. Estando conciente recuerdo caras, matemáticas, poemas y sentimientos, pero siempre condicionado a esta regla; por eso es que para mi, soñar es una experiencia bastante fuerte en la cual protagonizo siempre. Permanecer, entonces, en la conciencia del día a día, es el letargo indefinido de vivir en función de lo que he percibido de un mundo sin mi.

Cada vez que me era posible dejar a un lado mis caprichos, odiosos bastante y culpables de muchos desengaños, pensaba en ella. En ocasiones, despierto, la recordaba (sola, por supuesto) bajo un montón de libros de química, tratando de balancear una ecuación donde había benceno, y otras veces esperando bus bajo la lluvia de una tarde que presagiaba ser soleada en Bogotá, con gotas de agua deslizandose por su frente de manera ligera, pero en todo momento con tímida sonrisa de cómplice y expresión tranquila, aún si quisiera gritar que estaba cansada.

Siempre pensándola, pero nunca soñándola -me decía-, por eso era que dentro de aquellas cavilaciones jamás estaba yo, sólo la imagen aislada de su persona que habitaba en mi mente, porque desde el día en que me la presentaron y bailamos toda la noche, creo, nunca la tuve frente a mi, sólo su mirada una vez más; lo más extraño es que todo lo que pasó aquella vez se borró aún de mis recuerdos de sueño (por lo que se trataba a mi entender de una persona especial para mi devenir), y simplemente la espiaba cuando tenía tiempo desde el jardín de su casa gris, mientras estaba en el cuarto que daba a la carrera 13, o cuando de noche salía caminando de la universidad por la carrera 30, con algún amigo escandaloso que hacía más difícil mi labor de mirón o con aquellas viejas que no paraban de contar vanalidades de la fiesta del fin de semana pasado.

Me entristecía profundamente no acercarme y saludarla, para luego hablar un rato y tal vez concretar una cita, pero realmente no hubiera podido hacerlo. ¿Para qué?... Igual se me iba a olvidar, y de paso la terminaba embarrando con alguna invitación que jamás cumpliría por obvias razones. Sin embargo, el hecho de espiarla me producía un alivio momentaneo, que calmaba mis ganas de estar haciendo otras cosas a las que me había acostumbrado tiempo antes de conocerla (que me contaran de ella más exáctamente), y que me ponían en aprietos.

Entonces me sentaba en una cafetería bien chiquita que quedaba frente a la facultad de Química desde las cuatro de la tarde, cuando me podía colar como estudiante mientras había cambio de celadores, pues la paranoia acerca de la relación universidad pública-insurgencia era prístina. Sin demora pasaba como ausente por el enrejado; vista perdida hacia un graffitti cualquiera, paso ligero como para llegar a tiempo a clase, y manos en los bolsillos para jugar con las putas llaves.

La señora que atendía ya notaba mi presencia usual; torcía la boca al verme entrar y sin demasiado interés me servía un tinto en vaso plástico grande, ponía un cenicero sobre el mantelito barato, y no decía nada. De tantas veces en que me había aplastado en la silla de varillas metálicas con puntas de caucho y cojines de cueros rojos que estaba al lado de la entrada, sin duda dedujo que algo estaba buscando o a alguien estaba esperando cuando se hizo imposible mantener la apatía; cuando me ponía de pié porque Fernanda ya salía, símplemente iba a la mesa, recogía el vaso desechable que se había transformado en flor y se guardaba las dos monedas de quinientos pesos en el bolsillo del delantal. No preguntaba nada la señora.

Mientras la mujer a la que que espiaba se alejaba un poco hacia el portón de entrada que chocaba con la Avenida Treinta, lo suficiente para no verme, mataba la ansiedad mordiendome el labio y estirando las piernas. Luego caminaba tranquilo porque el movimiento de las seis de la tarde me hacía visiblemente neutro, como cualquier estudiante con sus propios asuntos, y empezaba a detallar lo que llevaba puesto; abrigo rojo de lana hasta la rodilla que dejaba apenas entrever el largo cuello negro de su camisa y la redondez estilizada de sus formas, jeans azules no muy entradores pero tampoco perezosos. Zapatos de bastante envergadura gracias a los genes precarios de su mamá y una hebilla sobria sobre uno leves rizos castaños que su padre ya no tenía por la calvicie prematura.

Apenas se reía con lo que le estaba contando el tipo que andaba con ella, tratando de sincronizarle el paso y haciendo demasiados ademanes con las manos, gestos que sin duda me irritaban porque indicaban deseos de parecer cercano. Se despidieron en la puerta de la universidad y, mientras que aquel subía con torpeza los primeros escalones del puente peatonal, un fogonazo me preñó el estómago; ojos de miel profundo que atentan contra mi, córnea transparente que me agarra, puñetazo de iris verde al infinito, que con aquel cristalino ámbar el cielo se iba a venir encima mío. Fernanda da la espalda y sigue caminando. Con una mano el celador me engancha, mientras que con la otra me aporrea; me desmayo con su mirada.

En todo caso, ese fue el final de una serie de intentos fallidos por acercarme. Estaba claro que cuando uno está cagado del susto, todo sale al revés.

Así era la Fernanda Vélez con quien había estado una única noche y que luego me había mirado a la salida de la universidad; meros reductos como aquellos eran los que me acercaban a ella, pero así mismo ocasiones que dolorosamente me costaba recordar y que para colmo de males nunca aparecían como argumento de mis sueños, como ya señalé antes, pocos y estériles por el bajo perfil de mi individualidad. Sin duda ella parecía una persona básica, mas no simple, y eso era lo que me atraía irremediablemente de su figura menuda y simpática; lejos de posturas oficiales o modas de Milán, difícil militante de la causa estudiantil o de la consecuencia de ser irremediablemente hermosa, no más que un comentario gracioso a la hora de bailar y un gesto delicioso que disimulaba un apretón de manos cuando más se necesitaba. Nunca juntos con posterioridad, insisto.

De verdad quería soñar, soñarnos juntos, porque tenía muy claro que por más que quisiera acercármele, y en principio darle un beso en la mejilla y charlar un rato, aquello no estaba ni siquiera dentro de mis posibilidades más avezadas e igual se le iba a olvidar a mi maldita conciencia. Tal vez, el punto era que además me daba pereza, como cuando aparecía alguien conocido por ahí y me escondía poco a poco por entre el paisaje urbano, para no tener que hablar pendejadas con otro pendejo igual de asustado a Martín García, mi yo cuando estaba en el mundo de los vivos y no estaba volando bajo la influencia de aquellas cosas que como dije antes, me ponían en aprietos, porque en esos momentos de escape por los aires no había nadie por quién inquietarme, ni siquiera la famosa Fernanda.

























II

La noche en que conoció a Fernanda, y a pesar de que no lo pueda recordar, Martín fue por última vez feliz, porque aún no había sucedido lo peor, antes de que aquellos ojos llenos de compasión se metieran en su cuerpo y lo obligaran a tirarse por la ventana de la sala de su casa. Por lo menos eso es lo que creo yo, su amigo de siempre y compañero de partidos de fútbol, mujeres y parrandas.

Junto a los demás del grupo, teníamos la suficiente confianza y el suficiente conocimiento mutuo para decir con convicción que íbamos a andar juntos lo que nos restaba de vida, así fuera muy poco lo que hacia delante le esperaba a algunos. Pocos días antes de que todo sucediera, nos tocó ver a un grupo de viejos de más de setenta años en una panadería tomandose unos tragos, diciendo con emoción que su satisfacción más grande era estar reunidos una vez más, como había sucedido durante tantos años.

A pesar de las distancias normales que el crecer trae consigo, cada quien se veía impulsado vertiginosamente por el ritmo de la otra mitad de su vida, lo que podía llegar a sedar a cualquiera de modo que momentaneamente se olvidara de muchas cosas aparentemente importantes, como el trabajo o la plata. De una u otra forma nos manteníamos unidos.

Martín era un tipo con muchísimas facetas, cada una en el momento menos indicado para su tranquilidad, pero más preciso para hacernos cagar de la risa. Si bien todos teníamos nuestros instantes, en los cuales lo imposible se volvía frenéticamente real, el hecho de que a éste le pasaran cosas con mayor frecuencia, y que fuera de eso lo contara con tanta elocuencia, irremediablemente lo condenaba a ser todo un personaje. Me acuerdo que luego del totazo, se sentaba despacio, miraba al cielo con preocupación, y nos decía con gesto grave: “definitívamente mi vida es muy extraña, me pasan cosas que a nadie le pasan y aquí estoy, más feliz que cualquiera”. Bueno, además luego se le olvidaba todo.

Puntualmente, dos cosas hacían su vida bastante dura de todas formas; por un lado, veía cosas que nadie más veía, de modo que grandes ojos aparecían de pronto en las paredes de su casa, observandolo fíjamente -según supe una vez-, y con la impresión de que lo examinaban con piedad para luego tirarlo por la ventana de la sala. Así mismo, cuando soñaba, sólo podía visualizar a los otros estando con él; su imagen podía variar de niño a adolecente o incluso a su yo futuro, pero nunca iba a dejar el escenario onírico; de otro lado, cuando estaba conciente no se acordaba de nada en lo que él hubiera estado presente. Por eso es que cuando nos poníamos a tomar entre amigos, por ejemplo, había que volverle a contar todas las cosas que a él le pasaban si eran del caso en la conversación, y siempre terminaba riéndose de los mismo con la gracia del que lo escucha por primera vez y del que se entera de algo ajeno, porque le costaba ponerse en esa situación; con razón no sufría con tanta mierda.

Luego, imaginaba bien la situación y le daba pena, pero en la siguiente reunión tocaba volverselo a contar, de modo que en sus recuerdos de conciencia habían baches, tránsitos de tiempo en los que él dice no saber que ocurrió. El punto es que en una de sus visitas al siquiatra, por medio de un delicado proceso de amplificación de pensamientos inconcientes, se determinó que en sueños repasaba todo el tiempo dichos recuerdos aparentemente olvidados; es decir, que no es que se le perdieran, sino que se escondían en una olla bien tapada y además turbia. Se escuchaban, por ejemplo, conversaciones acontecidas en algún momento de su vida, o impresiones de algunos momentos bastante personales, como el hecho de ir al baño o vestirse con cierta ropa.

Consecuencia de no acordarse de lo que soñaba, Miguel quiso que instalaran una grabadora al lado de su cama para captar su voz en la inconciencia, para que cada vez que se quedara dormido le aplicaran la inyección requerida para que el método aquel de amplificación funcionara, de modo que al levantarse pudiera poner a cualquiera que ande por ahí a escuchar la grabación y así poder recordar a aquella persona en esa acción, y por ende el contenido de sus sueños. Lo que si recuerda definitivamente es todo tipo de información académica y datos en general, aunque haya sido en una situación individual en la que se instruyó acerca de dicha información. Sé que es difícil de entender, pero así funcionaba nuestro amigo.

De otro lado, lo de los ojos puede ser porque consume drogas con frecuencia, aunque cada vez que lo vemos en esas no lo dejamos; de por si Martín es bastante solitario, y en todo ese tiempo de estar consigo mismo lo hace casi por necesidad meramente fisiológica, porque como dije, no puede acordarse de los momentos en los que él está presente; así entonces, siempre mira con extrañeza cuando alguien le dice que no consuma más.

¿Que cómo es que sabemos de los ojos si el no puede contar lo que vive íntimamente? pues símplemente es lo más notorio dentro de las grabaciones de su tratamiento, además de que la gente que está a su alrededor en los momentos de crisis tiene que aguantarse los delirios de Martín, en los que intenta escapar de “aquellas pupilas benevolentes”, y pide auxilio con desesperación. De todas formas el hombre es un tipazo.

















III

A veces se sentaba durante varias horas en el parque que daba a la sacristía de la iglesia de Lourdes, y observaba a los tipos que vendían ganya haciendo lo suyo, tan profesionales como el señor que vivía de taleguitos de mango biche con sal y limón o como los policías biliosos, que sin inmutarse vigilaban el orden desde la estación que quedaba en ese mismo jardín; una gran comunidad de parásitos sin duda, que se beneficiaban del garrote de la Ciudad Encantada, que sobre los corazones de los desamparados, soñadores y resignados, con poco esfuerzo y mucha efectividad ifringía dolor anestesiado, consumiendo de a poco los matices de aquellos, atontados por el conjuro de la urbe: “en realidad no has sufrido todavía porque te sientes seguro en mi, pero ya no tendrás tiempo para darte cuenta de lo contrario mientras vivas en estas calles que son mis venas hinchadas y estos rincones que son mis dedos profundos”.

Nunca se enteraron de la sentencia ineludible que el gran ser y sus bichos tararearon. Símplemente se confiaban del concreto y los metales, la grandeza de los monumentos y la nostalgia de un lugar que hizo llorar de emoción a mucha gente: Bogotá.

Los prados áridos que rodeaban el pasaje eran perfectos para camuflar la hierba maldita, así que era cuestión de armonizarla con el relieve de alguna esquina roída para que el turquito sólo se tuviera que agachar a recogerla con un poco de sigilo. El desgarbado de turno llegaba como a las tres de la tarde, cuando el negocio empezaba de verdad porque la gente salía de clase, y se acercaba con cara de idiota mirando a todos lados, pretendiendo pasar desapercibido. Con farsante complicidad se aparece el encargado y le pregunta con palabras propias del argot el tipo de sustancia y la cantidad, viendo de inmediato la respuesta en los nerviosos dedos del ansioso comprador; son dos moñitos, un buen inicio, aunque le va a tocar calcular con el sentido de la experiencia, porque debido al método de camuflaje no está debidamente empacada, no siendo un problema.

La estación de policía es verde y blanca, pero es difícil pensar en encontrar vestigios de esperanza y paz allí. El policía sabe perfectamente lo que está pasando afuera, y piensa que es mejor así, porque de algún modo las malas reses se están sacrificando, ellos están ganando su respectiva comisión de ventas por hacerse los locos, y si el día está como para ser brutal, espera a que el hombrecito comprador esté en las nubes para dejarlo permanentemente allí, con toda la legitimidad que su uniforme y su bolillo le conceden. Somos los brazos del monstruo -cree el- , y mantendremos la dinámica que nos hace parte de una gran época y una gran estructura.

Les da risa cuando llega alguno tambaleante por el mareo, chocando con cuanto anden se le cruce por el camino, haciendo hematomas profundos en sus piernas que de todas formas hichan un poco las delgadas zancas que ya no soportan tanto peso; su saliva que evidencia sufrimiento les repugna hasta el estómago, que se retuerce y los hace vomitar insultos que de todas formas el otro no entiende; la expresión de su rostro da para entender que ya no quiere vivir más y que viene por su último castigo.

Esto es lo que Martín veía en aquellos últimos días, lo que vivía en carne propia cuando tenía ganas de un buen porro, así luego no entendiera por qué amanecía con golpes en todo su cuerpo.



Texto agregado el 23-02-2005, y leído por 100 visitantes. (1 voto)


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