LO QUE LE DEJÉ A MI PAÍS.
-¿Qué desea, sr.?
-¿Qué qué deseo?, ¡por Dios!, deseo ser libre, ya no pensar en mi pasado, dejar atrás es maldita guerra que todos han olvidado y que a mi no me da tregua. Deseo ser perdonado por mis pecados. Deseo recuperar lo que perdí......”¿qué deseo?”, ¡vaya pregunta!....¿No podría ser más específica, señorita?
-¡¡Disculpe!!...- respondió la joven muy asustada.
-Solo le venía a pedir prestado su lapicero.
-Tenga- dijo ella ofreciéndoselo con un gesto amistoso aún tratando de recuperarse del susto.
Gustavo lo tomó con rapidez y terminó de firmar los documentos que llevaba. El temblor en sus manos lo traicionó por un momento, pero al fin lo hizo. Con eso sellaba su salida de El Salvador. Ese su país que lo agobiaba con recuerdos.
-Gracias- le dijo a la señorita devolviéndole el lapicero y dándose la vuelta.
“Ahora me voy y no vuelvo. Tal vez así olvido. Quizás dejando atrás este miserable país me alejo de mis fantasmas. De mis demonios que me atormentan en todo momento”.
Con rapidez se dirigió a su casa, tomó el camino más corto que se le ocurrió y se propuso armar las maletas de inmediato. “Me voy, me voy y me voy”, se repetía entre esperanzado y angustiado. “¿Por qué será que no me siento satisfecho?, ¿por qué mi conciencia se empeña en reprocharme lo que tuve que hacer cumpliendo el mando de mis superiores? Otros hicieron cosas peores y, de seguro, ni se mosquean. Otros hasta violaron o mataron a sus propios amigos y familiares y no tienen ningún problema. Entonces, ¿por qué a mí sí me viene a la mente aquella noche en particular? Tal vez al largarme de aquí todo cambie. Espero con ansias salir. Ruego con el alma que, lejos, las cosas sean diferentes”.
Llegó a su desordenado apartamento en Monserrat. Cuando abrió sintió ese mal olor a cigarro y humedad que despedía todas las mañanas después de una larga noche llena de angustiosos recuerdos. Gustavo tenía 38 años de edad, pero en su apariencia reflejaba más de 43. Era exmilitar de La Guardia. Recién había terminado sus servicios. Como aquí ya no era indispensable para nadie, aprovechó el beneficio de vivir en el exterior. Era algo que no se le podía negar. Después de la importante misión que cumplió de forma satisfactoria durante la ofensiva, no se le podía negar.
“Es que no solo colaboré con la muerte de esos sacerdotes”, pensaba en voz alta mientras tomaba sus pertenencias y las metía en una vieja maleta de soldado. “Quizás también traicioné mis principios religiosos. Quizás cometí un sacrilegio”. Gustavo sabía que no era solo eso lo que lo atormentaba. Sabía que muy dentro de su conciencia había algo más fuerte y más profundo. Además de la culpa, además de la desagradable forma de asesinar a los jesuitas y esas dos mujeres. Sobre todo eso, estaba la falta de convicción en lo que hacía y por qué lo hacía.
Y es que este hombre siempre fue distinto a sus compañeros. Sí seguía órdenes al pie de la letra, pero antes, las pensaba. Nunca se le había presentado un caso como este: “vas a ir y punto”, le dijeron. Así que, sin pensarlo mucho, tomó sus municiones y se unió al grupo. “Desgraciada noche aquella. Mi madre lo vio en mis ojos y me desconoció. No pude darle la cara ni a mi mujer ni a mis hijas y las abandoné. No soy capaz de verme al espejo sin ver a un criminal del pensamiento, de las ideas. Esos hombres pensaban, yo, mientras tanto, mataba. Ellos defendía ideales, yo, defendía intereses de mis superiores. Ellos murieron por una causa, yo estoy aquí, viviendo sin rumbo”.
En su maletín no pensaba llevar mucho, “solo lo básico y algún otro cambio de ropa. Cuando esté en Australia mi vida nueva llegará y será distinta. Sí, comenzaré vistiéndome diferente. Voy a aparentar ser lo que siempre soñé: un escritor bohemio y solitario dedicado a lo sublime del paisaje. Nadie me conocerá. Nadie sabrá mi pasado. Le ocultaré al mundo el bajón de mi vida”. Tolo lo pensaba con esperanzas, el único problema era que él mismo no podía ocultarse ese “bajón”. En ocasiones pensaba que ya lo había superado, pero siempre volvían esas crisis de conciencia que lo consumía.
“Cada cosa que dejo. Cada cosa que llevo. Cada paso que doy. Cada persona con la que platico me lo recuerda. A veces siento que yo solo me delato, que mis propios ojos dicen: estuve ahí, los vi morir. Que mis propios oídos me dicen: los oiste gritar, llorar y no tuviste piedad”.
“Ya no sé qué hacer. ¿Y si este cambio no surte efecto? Mi vida completa caerá en la desesperación . Esta mi vida que, lejos de servirme, me pesa. Cualquier día no resistiré. No aguantaré más. Pero el suicidio es lo peor. Es la cobardía más grande que podría cometer. No Gustavo, no seas tonto, ¡Mirá en lo que estás pensando! Suicidarte vos, ¡jamás!”
El viaje estaba próximo. Los día pasaban muy lento. Gustavo mataba el tiempo como podía: con algún amigo, viendo televisión, poniéndose ebrio, con alguna mujer barata, etc. Sólo hacía cosas que lo distrajeran, que dispersaran y alejaran su mente de lo que lo mantenía ocupado. “Si pienso me vuelvo loco”, se repetía. “Valor, un día más”, decía.
Por fin, el día del viaje llegó. “Aguanté, el paso final es ir ahí, mostrar mis documentos, sentarme cómodamente en el avión e iniciar de nuevo mi vida”. Y casi cumple con todo; llegó, pasó el papeleo y se sentó en su asiento para comenzar a disfrutar su viaje.
“Adiós El Salvador. Adiós país triste, país injusto. Adiós terruño explotado, espero algún día regresar con las cicatrices sanas. Pero no me esperés. No lo hagás que puede que nunca vuelva. Te dejo todo y me voy solo. Ahí quedate con mi madre, con mi familia, con mis excompañeros, con mi pueblo, con la gente que quise y con la que odié. Quedátelos. Yo me voy solo”. Hizo una pausa y se levantó con angustia, pálido, sudando helado. “Solo. Pero con mi conciencia”, dijo, “¡¡no puedo más!!, ¡si me alejo me condeno a ser más miserable de lo que soy, y si no, me condeno a vivir mal! No quiero seguir. Me rehuso a terminar mi historia lejos de donde la empecé”. Se dirigió al baño y cerró con llave. “Ahora comprendo, es verdad, es verdad: ¡el infierno sí existe! Yo lo estoy viviendo. Tengo que acabar con este infierno interior. ¡Quiero un poco de paz!” Fue lo último, Gustavo no resistió e hizo lo que calificó un día como la peor cobardía que podría cometer. Acabó con lo que la guerra le dejó a él, con su martirio individual. Acabó con eso sabiendo que le dejaba 8 nuevos elementos al martirio del pueblo salvadoreño (sus jesuitas).
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