Hoy más que nunca necesito reconocerlo, mis experiencias superan con creces a las vividas por el resto de los mortales, pero aún así, no soy más que un soñador.
No sé definir en que momento me di cuenta del talento que tenía, supongo que fue bien entrada la pubertad cuando advertí que algo extraño me estaba pasando y en lugar de ver el peligro que acechaba, lo tomé como un mágico juego y me relajé a jugarlo.
Hasta entonces, eran pocas las mañanas en las que podía retener con que sueños había pasado mis noches y cuando lo conseguía, tan solo se aparecían de una manera etérea, intuyéndolos entre neblinas.
Sin saber como, empecé a ser capaz de recordar en perfecto orden de aparición todas y cada una de las sensaciones que vivía, y casi sin quererlo, aprendí a mantenerlos vivos en mi recuerdo durante varias jornadas, a cualquier hora del día los visualizaba con toda nitidez, disfrutando como un bobo de sus irreales sensaciones.
Eran películas de vida, llenas de olores, colores y sabores atrayentes y reales, vivencias diurnas desfiguradas con una creatividad extraordinaria, de una irracionalidad bellísima.
El punto sin retorno llegó una tarde de verano, durmiendo la siesta en el jardín de casa. Conseguí ser consciente dentro de mi inconsciencia, recuerdo que desperté sumergido en las profundidades marinas persiguiendo a un infinito y moldeable banco de peces.
Usando mi consciencia, empecé a darles forma hasta crear esculturas maravillosas, un globo terráqueo dando vueltas, el hongo de una explosión nuclear o una mujer de espaldas con su melena peinada al viento. Creé músicas que jamás oído humano a alcanzado imaginar, teñí el agua de colores imposibles y desperté sonriendo, relajado, felizmente conocedor de lo maravilloso que era mi nuevo don.
Quién no ha querido sentir la disputa desde el pecho del contrincante, el orgasmo de su amada en la propia piel, o mirar con ojos de halcón cayendo en picado, la apresurada huida del cervatillo, calculando el punto exacto en que la barrena te llevará hasta su yugular.
Despertar era una fiesta cada madrugada, abría los ojos de par en par atesorando un nuevo sueño y volvía a cerrarlos para encontrarme con otro, guardándolos cuidadosamente en sala de espera de mi mente, para revivirlos a fondo en cuanto se me antojara oportuno.
Fui feliz durante años, atolondradamente feliz diría yo, habitando en la magia de mis sopores nocturnos, a caballo entre la realidad y la ficción, sintiéndome dueño y señor de un mundo fantástico que se me antojaba real.
Reconozco no haber sido un buen monarca dentro de mi nuevo reino, tener el poder absoluto para subyugar a los sueños te hace volver egoísta y ambicioso. Fui el intocable monstruo de todas las ficciones que yo mismo creaba, ya fueran humanas o animales. Jugaba con ellos sin compasión, con sadismo a veces, decidiendo sus destinos con voluntad divina.
Hasta que pasó lo inevitable, aquello que tarde o temprano tenía que pasar: al volver del trabajo por los callejones que llevaban hasta mi casa, transformé algunos ruidos a mi espalda en la imagen mental de alguien que acechaba, me pareció percibir que estaban a punto de tocarme, aquella crispante sensación que nos acongojaba en la escuela cuando perseguidos de cerca por otro niño, justo antes de que en realidad nos tocara, notábamos el fugaz cosquilleo de su mano en la espalda. Sentí miedo, se apoderó de mí agarrotándome la nuca, mi mente reaccionó como la de cualquier mortal ante lo desconocido y por un momento, fui presa del pánico.
Aquella noche, volví a soñar, inicié el placentero viaje de cada día escogiendo la cima del Machu Picchu, pero esta vez, al mirar a mi lado, él estaba ahí.
Contrastaba con el resto de las percepciones por su tonalidad, aquel niño de mirada perdida y rostro inexpresivo que se sentaba a mi lado no tenía color, ningún color excepto el blanco y el negro. Me sentí confundido, yo no lo había creado, por más que intenté sacarlo de mi sueño, él seguía allí.
La sensación que tengo al mirarlo es la misma que percibí en el callejón, no puedo soportar su presencia necesito huir desesperadamente, abrir los ojos, despertar para librarme del miedo atroz que me produce. En sueños está siempre a mi lado, vaya donde vaya, por mucho que imagine placenteras compañías en lugares paradisíacos, él acababa apareciendo junto a mí, callado, mirando al infinito, aterradoramente inmóvil, manteniendo su estática e insoportable presencia.
Ya hace semanas que no entro en mis sueños, no me atrevo.
He pasado las largas noches de vigilia intentando esquivarlos, angustiado, engullendo litros de café y todos los excitantes que conseguí comprar. Los párpados me pesan como losas sobre el pecho, no hay músculo en mi cuerpo que responda sin temblar, mis labios regurgitan todo cuanto ingieren y lloro entre espasmos sin poderlo evitar. Tengo el cuerpo entumecido de cansancio y dolor, mis lagrimales son como dos volcanes en carne viva, hinchados, rojos y llenos de pus, me desplazo entre pendulares vaivenes de pared a pared, y un ronco zumbido es el único sonido que perciben mis oídos.
Todavía consciente, e intentando ganar la calle para pedir ayuda, hoy el niño volvió a aparecer. Mientras esperaba en la puerta del ascensor, lo vi de pié en el interior a través de la ventanilla.
La cabina apareció por el inferior del cristal mostrándome su pelo grisáceo, después aquel pálido rostro de ojos perdidos, mirando hacia adelante como si kilómetros cuadrados de praderas estuvieran ante él, y por fin su cuerpo, delgado y tenso, vestido con aquel oscuro traje escolar perfectamente planchado.
De la impresión, mis piernas fallaron y mi frente se partió contra el suelo. Casi sin sentido, y a punto de entrar de nuevo en el mundo onírico, por primera vez oí su voz.
- No luches más mi maldito soñador, nadie puede entrar aquí sin encontrarse algún día conmigo, he venido a buscarte. Ya no me iré sin ti.-
Encerrado dentro de mi cuerpo en la cama del hospital, el alimento en gotas de esa botella de plástico me mantendrá así durante décadas, saltando de visión en visión, siempre huyendo de él, conviviendo con el terror que no cesa, sin tregua, sin perdón, sin la clemencia que imploro al mundo de los sueños por haberme atrevido a jugar con ellos.
Shaitán. |