Se tarda en recobrar los sentidos después de un sueño placentero. Sentía un aire fresco desde la ventana e intenté abrir los ojos. Lo logré. El motivo que me había despertado venía desde afuera, desde la calle. Era una canción, parecía de una película antigua; de esas en las que los protagonistas, finalmente felices, bailan abrazados una canción romántica. Era una melodía de orquesta; muy suave, tan suave que puedes imaginar a la pareja: él de etiqueta y ella de vestido rosa adornada de muchos brillos; el salón iluminado por candiles enormes y meseros sirviendo bocadillos a los invitados. Pasaban los segundos y yo aún no lograba descifrar si se trataba de los últimos hilos de mi último sueño o si era ya el despertar de un viernes más. Me dejé llevar por las vías sonoras y busqué el origen en las escaleras, el sonido se hacía más fuerte pero no fue suficiente para determinar la fuente. Me acerqué a la ventana y el sonido era más claro. Estaba seguro que el ruido venía de afuera, de algún lugar, de alguien que sentía el mismo placer que yo al escucharlo. Bajé, abrí la puerta y el sonido desapareció. Simplemente se fue. Salí a investigar y no había nadie en la calle, ni en la casa contigua, ni en ningún coche. No había nada, ni un trasnochador regresando a casa, sólo la soledad y el frío de la brisa de octubre. Mi imaginación, pensé, todo fue mi imaginación. Regresé al cuarto, con la consigna de cubrirme con las sábanas. La mujer, sus brazos y el cabello largo me esperaban impacientes. Entré en la cama y el sonido volvió, apareció de repente. Yo lo escuchaba. |