I
Esta es la caja, el mundo, el universo completo, donde el amor se mueve de acuerdo a un parámetro cartesiano. Y arriba: El cielo ceniciento, el manchado espejo de plata, la lámpara donde ves un beso fantasmagórico. Abajo: Tu madre bajo tus pies, un sonar, veinte poemas regados por el suelo. En los ejes horizontales el aire es cercenado por las ondas sonoras, llenando el humo de tabaco de cierta melancolía, melancolía con nombre de grupo musical.
Si el teléfono suena no aparentas oírlo. No lo oyes. Y si lo oyes, sabes que una sola palabra te podría condenar. Tal vez tu madre, dormida en la primera planta, lo oiga. Tal vez el gato, dormido bajo el sol del atardecer en la azotea, lo oiga. Pero tu madre y tu gato se alimentan, o mejor aún, son alimento del mismo sueño broncíneo. Es en este punto cuando los bajos y los teclados son reemplazados por un timbre electrónico, un aviso luminoso invisible, que maneja la misma connotación de una campana parroquial: Tentarte. Atraerte.
- ¿Aló? –acabas de condenarte. El infierno traspasa los muros, los cables y las distancias, sólo para llegar hasta ti transfigurado en una voz, en la voz subsecuente:
- Hola... –dice ella pausadamente. ¿Quién es ella? Es un espíritu, un arcángel de alas comestibles, de unas cualidades camaleónicas innegables. Es la fuerza de tantas y tantas noches en vela, de tantos y tantos abrazos, de tantos y tantos suspiros. Posee todos tus recuerdos. Todos.
Hablas. Tratas de no caer de nuevo en los mismos formalismos desgastados, sin darte cuenta que los sinónimos son una extraordinaria y mítica habilidad, buscada sin tregua desde la época de la Pangea. Sin éxito. Y hablar sin compromisos, sin comprometerte, sin comprometeros, es imposible. Ella lo sabe, sabe como producir estremecimientos tectónicos al mover sus labios y sus cuerdas vocales, sabe que tu casa no es sismorresistente. Mucho menos tú.
- Quiero verte... –Y, ¿más condenado para dónde? Luego de callar al silencio del auricular durante cinco eternos minutos, cinco inagotables minutos, vuelves al Prisma, entras en él, cierras la puerta y te acicalas, mientras saboreas veinte hojas tiradas en el piso, escritas con tu letra. De repente en el disco aparece una interferencia, es un maullido que quiebra el Prisma, sonido que, al ser traducido, expresa la duda que tu madre y tú también tienen: “¿Quién era?”
II
No tiene sentido alguno el que un reloj gire junto a un aviso de cerveza. Junto a una cerveza. Los alcoholes matan las neuronas. Y los segundos, que son las neuronas del tiempo. ¿Cuántas neuronas has perdido hasta este momento? Quizá la cifra oscile entre diez y veinte minutos. O quizá el reloj esté ebrio, y haya marcado unos cuantos minutos cuando, en verdad, el mundo de allá afuera se acabó hace mil años, y tú ni cuenta te diste.
La confirmación de que ha pasado una eternidad atraviesa el umbral aromatizado algunas neuronas después: Un ángel. Porque, tal como te dijo tu gato cuando entró en tu habitación: “Los ángeles llegan con la eternidad, pues esa es su hora”. Lo que tu gato no te dijo, lo que tú no sabías, es que un solo ángel pudiera causar un nuevo, un segundo Apocalipsis. Mucho menos tenías conocimiento de que los ángeles se sentaran a tomar cerveza en las oscuras cuevas de humo y sonido.
De nuevo, tal y como en el Prisma, surge un análisis cartesiano de proporciones mundanas. Arriba: Los vaporosos cánceres, las enloquecidas ondas sonoras que ya no dejan aire, una flor rotatoria que se esparce por el techo. Abajo: Los residuos de una antigua voluntad de hierro. Y por el eje horizontal: Al frente; el epicentro del terremoto. Atrás; un espejo descomunal.
Alguien dentro de tu cabeza piensa que ya has vivido muchas veces este juicio. Tú te aseguras que no es así, cuando ella cobija tu mano temblorosa con sus dedos de seda helada.
Y como por arte de magia el mundo deja de dar vueltas.
III
El contacto místico del tercer tipo con el ángel ha pasado.
Las tapas de los tres baúles guardan artilugios venerados. Los vestigios de infinitas y obscuras horas dedicado al ritual, pomposo y meticuloso, de recolección. Fragmentos ordenados, cuidados, revistados. Entre la madera fina conservas una cierta cantidad de souvenires cuyo origen es el mismo.
Ese es tu trabajo, tu vida. Por esa razón vives encerrado entre el Prisma; porque desde él descompones una luz, unificada y sólida, en muchos fragmentos distintos. Y los cofres con candado guardan los múltiples componentes del espectro, los miles de colores salientes de ti.
Sin quererlo, sin proponértelo, has forjado tu destino de coleccionista. Acumulas los colores en tres baúles. Los colores que resultan de la descomposición del ángel-camaleónico-sísmico cuando pasa por tu Prisma. Cada tonalidad, cada color, es una de las múltiples facetas de aquel rival de plumas inmaculadas, poseedor de todos tus recuerdos. Tu deber: Hacer proyectar la luz angelical sobre el Prisma y recolectar cada color, una y otra vez.
Ese ángel sísmico no morirá, pues está en todas partes. Adoptará ciertas actitudes, tratará de camuflarse con su habilidad. Y cuando lo pases por tu Prisma, tendrás un nuevo color para guardar.
Tantas noches en vela, tantos abrazos, tantos suspiros... Y el ritual nunca acaba, nunca acabará. Ella volverá a ti con otra careta, tú sabrás que se trata de tu ángel, tu gato alistará tu Prisma.
Esta es la caja, el mundo, el universo completo, donde el amor se mueve de acuerdo a un parámetro cartesiano. Este es el Prisma. Tú, el coleccionista. Ella, el ángel de mil rostros.
Y el ritual es perpetuo, nunca acaba...
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