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Lunes, 20 de Septiembre de 2004

Por lo que pudiera pasar...

A propósito de lo ocurrido, recuerdo que durante mi infancia tenia un amigo al que le traían todos los regalos con los que soñábamos los demás. Por alguna razón que no acabo de entender la verdad llega pronto a la vida y por primera vez te das cuenta a la perfección, que a veces las cosas atractivas se acumulan en solo unas manos y que, por tanto te debes acostumbrar a que ese tipo de cosas, las más atractivas, te caigan solo a cuenta gotas. Pues bien, él (Gustavo) en términos de juguetes los tenía todos. A su casa la visitábamos como cuando vas a una juguetería en vísperas a la navidad, con la mirada abierta a las novedades que encontraríamos. Ahí, en esa casa, vi por vez primera en persona una Scalectric funcionando, fuera de una tienda y armada. Era una pista con cinco carriles y el tamaño de una de las habitaciones de nuestra casa. La pista funcionaba de maravilla y permitía que los demás soñáramos con poseerla. Siempre quise una de esas pistas, que venía en unas enormes cajas de madera, hermosas y oliendo a nuevo. Nunca la tuve.

La verdad es que agradezco los juguetes que veía en la casa de Gustavo. Inyectaban muchos estímulos en mi imaginación y con lo poco que veía en su casa, a través de esas cajas impecablemente nuevas y cuidadas, jugaba horas a solas en mi cuarto, manipulando con mi mente esos mismos juguetes y apasionándome con todas las cosas que esos tesoros me permitían. Es mas, jugaba mas y mejor así, con mi mente, que cuando tenía acceso a todos esos juguetes en la realidad.

Gustavo poseía también otra gran virtud, tenia siempre una pelota nueva cuando más la necesitábamos. Las pelotas eran el articulo más codiciado de nuestra infancia. Jugábamos fútbol a toda hora y batallábamos con los balones porque siempre se accidentaban. Se ponchaban, se volaban a las rocas, se perdían o nos los quitaban los policías de la unidad habitacional en la que vivíamos. Pasábamos tardes completas tratando de parchar una pelota ponchada. Mi madre sufría con nosotros porque siempre usábamos sus cuchillos para realizar un parchado a la mexicana. Tomábamos el balón, identificábamos el agujero con jabón en el lavabo del baño, limpiábamos el balón con una toalla, marcábamos el hoyo y calentábamos un cuchillo en la hornilla de la estufa. Con el cuchillo al rojo vivo, parchábamos la pelota desplazando el plástico del balón sobre la superficie perforada. Era una técnica insuperable que dejaba el lavabo enlodado, el baño salpicado, la toalla manchada y el cuchillo quemado. Por ese motivo siempre comíamos con cuchillos quemados. Pero ese no es el tema.

Gustavo tenia siempre consigo una pelota nueva. No existía nada más bello en nuestra vida que una pelota nueva. En una red impecable, sin un solo rayón ni manchadura, sin una sola marca que denotara sufrimiento. Todos queríamos tocarla, poseerla, estrujarla, patearla. Queríamos romper esa red que la contiene para hacer con ella lo que el destino le tenía marcado, su motivo de vida, nuestra pasión. Gustavo en repetidas ocasiones aparecía de repente, en el momento de mayor desesperada necesidad, con ese artículo de lujo, que para todos era único. Pero ocurría también con frecuencia que la pelota no rodaba. Contranatura Gustavo retenía la pelota en su red mas tiempo de lo deseable. La pelota no rodaba, no corría, no salía de su red porque se podría manchar o lastimar. Ya no sería nueva, según él y la guardaba ante la mirada atónita de todos nosotros. En el momento, el nivel de frustración de todos era enorme, aunque no habia nada que hacer; el dueño de la pelota era él.

Con el paso de los días la pelota seguramente rodaría. Tal vez no con nosotros, en nuestra cancha, en el escenario para el que estaba predestinada. Desdichadamente hasta la novedad tiene un timing, y ese debe ser el momento en el que las cosas sucedan. No lo sé pero siempre me parecía que cuando Gustavo finalmente ponía a rodar la pelota, la pelota ya no era la misma. Ya estaba vista, ya la conocíamos, la habíamos olido y abrazado. El deseo había decaído un poco. No me crean pero como que la pelota también lo sentía, no debutaba con el entusiasmo que lo haría la primera vez que la vimos.

La verdad es que todo esto que cuento, no tiene la menor trascendencia. Gustavo es aun hoy uno de mis mejores amigos de la vida, uno de los más estables, uno de los más fieles y el que mejor y más equilibrada vida ha llevado. No puedo decir que tuve mejor o peor infancia que él, la verdad es que lo recuerdo como un niño siempre feliz y no tuvo reparos a extender su infancia hasta casi la edad adulta. Extremadamente cuidadoso sí, pero gozó tanto o más que la mayoría de nosotros.

La verdad es que si Gustavo mantenía o no una pelota sin rodar en alguno de los espacios de su closet, su cuarto o la sala de su casa, no tendría la menor importancia a no ser porque estoy seguro, que uno de esos días en que la pelota no rodó para pasar una tarde y una noche aburrida y almacenada en un rincón de esa casa, uno de esos días que estuvo ahí guardada, se iba a jugar el mejor juego de mi vida.

Estoy seguro que Jano tomaría el saque de meta de Gustavo, que siempre fue nuestro portero y pasaría la bola a Jetchu ubicado en la banda izquierda, para que éste la llevara por toda la banda, atrás exacto de las bancas, rumbo a la portería rival, al fondo de la plazoleta, antes de la calle. Jugando de pared contra las bancas, Jetchu (con una habilidad que nunca tuvo) pasaría sin dificultad al chino y casi tocando la banda de fondo mandaría un centro atrasado y perfecto (el único centro bueno de toda su vida), para que Carlos (mi hermano) viniendo de atrás y quitándose la marca, rematara el balón con la fuerza que solo él tiene en cualquiera de las dos piernas. La bola llorando de velocidad y de rabia sería rechazada por Fernando Zentella, mas por una circunstancia física real, que por reflejos y yo (y ahí es donde viene lo bueno), que para ese momento había pasado inadvertido durante todo el partido, tendiéndome de costado remataba con una tijera de pierna izquierda, para pasar la bola entre las piernas de Tavo y Zentella y dejar tendidos a los gruezos en la plazoleta de las grandes batallas, y reafirmar nuestra supremacía fresa, en el buen fútbol y por lo tanto en la vida.

Al rematar la vista se me nubló con la emoción (y lo digo en pasado porque así lo vivo) y como en off escuchaba gritos de emoción que me abrazaban por todos lados. Salí corriendo, festejando con alegría nuestro triunfo y mi mirada buscaba a mi hermano Germán (único seguidor asiduo de mis hazañas); corrimos, nos abrazamos todos con él y gozamos ese momento único que es el triunfo. Nuevamente éramos mejores y ganábamos el campeonato cotidiano de la vida, viniendo de atrás y remontando una desventaja clara, pero siempre superable. Homenajeábamos en ese abrazo, a las pocas oportunidades que da la vida de ser plenamente felices, de disfrutar entre nosotros lo que la vida da (hoy lo sé) a cuenta gotas, y que nos tiene reservado en el momento menos pensado. Nos abrazábamos si, como se abrazan los triunfadores de la vida, los que en un momento dado se sienten unidos inseparablemente por el triunfo y el amor. En ese momento nosotros, los del mismo equipo, éramos todos iguales sin distinción y sin diferencias.

Cuando nos abrazábamos, la bola pasó sobre nuestras cabezas rumbo a las ventanas del edificio 16. La patada de coraje que Mauro le había dado, se incrustó de lleno en la ventana de la señora alemana dueña de los gran danés del departamento cuatro. El festejo se pasmó y todos huimos cuando el dueño de la casa salió para confirmar que los vidrios que volaron por todos lados eran los de su departamento. Corrimos como siempre, sin razón alguna porque todos sabían quienes éramos y donde encontrarnos. Corrimos como hermanos y amigos, todos juntos a meternos al 304 del edificio 18. A tropel llegamos a nuestra casa todos juntos y sudados a mas no poder. Negros, blancos, chicos, grandes, gordos y flacos, cabíamos en la pequeña casa de mis padres y bebíamos sin piedad, la limonada que mi madre había preparado para la comida. Nuestra casa siempre fue un lugar de encuentro y de espera a que nos vinieran a cobrar el vidrio que rompimos y que nunca supe, pero lo supongo, era pagado sin discusión, por los dueños de ese departamento, nuestros mejores paleros, nuestros padres. En esa época y de refilón, nos volvimos también expertos en mastique y precios de vidrios de 3”, comprados en la vidriería, al lado de la papelería Kaba.

Ya no importa el final. La pelota destinada a ese juego seguramente murió en mi imaginación o en las fauces de los perros del alemán. Lo que importa es que Gustavo nunca debió detener ninguna pelota que debió rodar, y que al no hacerlo, acabara con la oportunidad de vivir tan solo, un pequeño lapso de felicidad mas, lapso quebrantado sin mas razón que el estúpido temor infundado, a lo que pudiera pasar...

Texto agregado el 21-02-2005, y leído por 255 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
14-09-2006 entretenido tu cuento, en las puertas de mi mente vi cada palabra transformarse en imagenes... ladygabrielle
11-01-2006 Te cuento que el relato me atrapó desde el principio. Comenzó como algo muy original, sencillo, claro, divertido, interesante... pero creo que le diste demasiada importancia a describir un partido de fútbol. Y realmente lo que me importó a mí, como lectora, fue la histora en sí de Gustavo y el narrador, la relación de ambos y el final que íbamos a leer. El final me pareció bueno también, pero te confieso de nuevo, que hablaste demasiado de aquella partida de fútbol. Mis humildes opiniones, sin embargo, te dejan las 5 y más estrellas que te mereces por tu talentoso texto. saudade
29-09-2005 Muy lindo, sigue asi,***** MARIAOTILIA
03-04-2005 Tu relato me pareció a ratos interesante, repetiste mucho ciertas cosas, continúa. medeaazul
21-02-2005 Es refrescante leer algo bueno en La Pagina de los Cuentos, tan llena ahora de relatos chabacanos y soeces. Continué usted escribiendo, que le pone sentimiento a su relato. Todas mis estrellas, y gracias por compartirlo. Arturo ElTigre
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