En nuestra pequeña casita, una construcción de emergencia levantada con los deshechos de otras casas, apenas cabíamos las seis personas que conformaban esta familia que éramos, mi padre, mi madre, mis tres hermanos y el que relata, rapaces incansables que correteábamos dentro de la estrecha vivienda, rebotando con los muros una y otra vez, ya que nuestras ansias de libertad estaban acotadas en esos treinta y seis metros cuadrados. La ventaja era que teníamos un pequeño patio, el cual a veces convertíamos en el Salar de Atacama, en una ciudad con sus calles y todo o simplemente en una cancha de fútbol. Pero, la economía de la casa dispuso cierto día que se nos expropiarían las tres cuartas partes de nuestros sueños, para instalar allí un gallinero que nos proveyese de huevos y carne fresca. En cierta forma, las aves que llegaron a colonizar ese pequeño espacio, se transformaron finalmente en nuestras mascotas, pero esa es una historia repleta de detalles que no viene al caso enumerar ahora. La primera habitante fue Josefina, una pollona castellana que fue creciendo hasta alcanzar el rango de regalona de la casa. Fuimos testigos privilegiados de su desarrollo, de su primer huevo, proclamado éste a los cuatro vientos por su adolorida y asombrada anatomía. Tanto llegamos a adorarla, que se transó con mi madre que ella no terminaría sus días dentro de una olla, sino, cuando así lo dispusiera el destino. Lo cierto, es que una buena mañana, acudí a darle mis buenos días a la plumífera compañera que, a la sazón, ya contaba con bastantes años. Pero, para mi espanto, la Josefina estaba tiesa en su nido de chombas viejas. Fue mi primer encuentro directo con la muerte, abominable personaje que nos arrebata lo más preciado, cuando menos lo esperamos. No hubo funeral, porque una vecina, más necesitada que nosotros, pidió que mi madre le entregase el cadáver para rendirle los honores que la difunta se merecía. Por supuesto que nosotros no teníamos alma de caníbales y jamás se nos pasó por la mente devorarnos sus restos, así que nos despedimos de ella con lágrimas en los ojos. Ahora que lo pienso, menos mal que nadie se intoxicó por consumir una gallina fallecida por causas naturales.
Después vinieron otros pollos a llenar el tremendo vacío que dejó en nuestro corazón la querida Josefina. Ellos fueron nuestros amigos, pero con ciertas reservas, porque sabíamos que en cualquier momento aparecería la parca, representada por nuestra madre, quien, resuelta y valerosa, tomaba al pobre bípedo de sus patas y luego de un enérgico tirón a su cogote blandengue, el pobre pájaro se quedaba lánguido dentro del lavadero, listo para ser desplumado. Aprendimos a ser caníbales como toda la gente y a privilegiar nuestro estómago, sin que alguna imagen nostálgica nos cosquilleara la conciencia.
Un gallo blanco, que logró ganarse nuestro cariño, fue acaso uno de los últimos habitantes del especial gallinero. Cierta mañana, mi madre dictó sentencia y decidió que había llegado la hora final para esa simpática avecilla. Nosotros nos opusimos tercamente a ese veredicto y nos introdujimos dentro del gallinero para salvaguardar la integridad de ese gallito que nos había robado el corazón. La rebelión fue descabezada a punta de escobazos y enfurecidos y moqueando de lo lindo, mis hermanas y yo, vimos como nuestra madre cumplía su ritual despiadado y el gallito entregaba su alma, sus plumas y su cuerpo para ser consagrado, más tarde, en forma de humeante cazuela. Pero la vida da sorpresas y esta fue una de las buenas. Torturados por la pena, nos amotinamos dentro de nuestro dormitorio, resueltos a no almorzar aquel día. Sabíamos que la tendríamos dura, porque en materia de rebeldías, mi madre era experta en deshacerlas con sus métodos draconianos. Estábamos enfrascados planeando la heroica acción, cuando escuchamos un alarido de espanto de nuestra querida mamá. Corrimos de inmediato a la cocina para encontrarnos con una escena sacada de una película de terror: mi madre, paralogizada, contemplaba con su rostro congestionado la resurrección de ese gallo de ultratumba que aleteaba furioso dentro de la batea. Lo que sucedió, al parecer, fue que el cogote del bichito era más resistente que el común de los de su especie y sólo sufrió un ligero desmayo, posiblemente por la tremenda angustia de morir asfixiado. Demás está decir que ese incidente significó la inmediata conmutación de la pena de muerte de esa pobre avecilla y también fue razón suficiente para que se cambiara drásticamente el menú de aquella jornada.
Pocos días después, el gallito nos sorprendió una vez más al colocar un inesperado huevo, lo que nos demostró que en vez de un esbelto gallo era una sensual gallinita. No creo que el miedo haya sido el detonante de tal metamorfosis, sino un incipiente bixesualismo del ave, pero eso también es materia de un estudio más acucioso. Lo concreto es que, desde ese día hasta el de su muerte, se dedicó a ser una gallina ponedora, sabedora, acaso, que esa virtud la salvaguardaba de ser cruelmente fileteada…
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